La dominación en Locke

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viernes, 27 de abril de 2007

LA DOMINACIÓN EN EL SEGUNDO ENSAYO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL DE JOHN LOCKE

Por Ricardo Etchegaray

Introducción

Nacido en el año 1632, este filósofo inglés se constituyó en uno de los ideólogos más importantes del proyecto burgués. En el plano gnoseológico, es relevante su Ensayo sobre el entendimiento humano, publicado en el año 1690, donde investiga “el origen, certeza y extensión del conocimiento humano”.
En el mismo, sostiene una posición empirista que intenta refutar la concepción cartesiana de las ideas innatas. Según Locke, la mente posee ideas, pero éstas provienen de la experiencia, o bien por nuestra percepción de objetos, o bien por la percepción de las operaciones de nuestra misma mente, cuando ella actúa sobre las ideas recibidas desde afuera. La mente es, pues, desde el principio, una tabula rasa, un papel en blanco. Todo conocimiento procede ya de la sensa­ción, ya de la percepción. No hay ideas innatas.
Su primera obra política es el Ensayo sobre la tolerancia (1667), donde defiende la idea de libre expresión. Posteriormente, escribe las Cartas sobre la tolerancia religiosa, en la que combate la intransigencia y el fanatismo que desangra a su país.
Unos años más tarde, escribe el Primer tratado sobre el gobierno civil, donde refuta a sir Robert Filmer, quien en su obra El patriarca, intentaba fundamentar el absolutismo en ideas poco sólidas, tales como su pretensión de que el rey derivaba su autoridad suprema de Adán, quien, a su vez, la habría recibido de Dios para ejercerla sobre su mujer y su prole. Como la argumentación de Filmer identifica las relaciones que hay entre el marido y la esposa, entre los padres y los hijos, entre los señores y los siervos y entre los gobernantes y los gobernados, Locke se propone en su obra política más importante -el Segundo ensayo sobre el gobier­no civil-, “mostrar la diferencia que hay entre quien gobierna un Estado, un padre de familia y un capitán de galeras”[1] para así comprender adecuadamente el poder político. El subtítulo de la obra hace manifiesto su objetivo: investigar “el verdadero origen, alcance y finalidad del gobierno civil”. Unido a este objetivo teórico hay en Locke un propósito práctico, cual es justificar la Revolución Gloriosa de 1688, que restaura el gobierno parlamentario en Inglaterra. Justamente, la obra está dedicada a Guillermo de Orange, conductor de dicha revolución.

El estado de naturaleza

Para poder alcanzar a comprender el origen, los fines y los límites del gobierno, Locke, como antes Hobbes, se propone “considerar en qué estado se hallan naturalmente todos los hombres”[2]. El estudio de la naturaleza humana, de sus capacidades y poderes, debe preceder al conocimiento de la sociedad y de sus formas de gobierno.

El estado de naturaleza[3] es “un estado de libertad perfecta por el que pueden los hombres ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como quieran, dentro de los límites de la ley de la naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de otro hombre”. Para Locke, como antes para Hobbes, en el estado de naturaleza los hombres son libres. Ambos entienden la libertad en relación con la acción y no como mera capacidad de elección o decisión. Sin embargo, para Hobbes, la libertad es la acción que no está impedida por obstáculo alguno y, por lo tanto, es ilimitada, mientras que Locke identifica la libertad con la ley natural. Los hombres son libres sólo en la medida en que reconocen, por medio de su razón, la ley natural[4]. De allí que se lea en el párrafo 6: “Mas aunque sea éste un estado de libertad, no es, sin embar­go, un estado de licencia; pues aunque el hombre en tal estado tenga una libertad incontrolable (uncontroulable liberty) para disponer de su persona o de sus pose­siones, no tiene, sin embargo, libertad para destruirse a sí mismo ni a ninguna criatura de su posesión, excepto cuando algún fin más noble que su mera preservación se lo demande. El estado de natu­raleza está gobernado por una ley de la naturaleza que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones”[5]. La ley natural, que rige en el estado de naturaleza, es la que impide que la libertad se transforme en licencia. La libertad tiene límites, ya que la ley natural prescribe que “cada quien está obligado a conservar su propia vida, y cada quien está obligado a conservar a la humanidad entera”[6]. Mientras que para Hobbes la libertad natural consiste en “usar su propio poder, como él quiera, para la preservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida”[7], para Locke la libertad está limitada por la ley de la naturaleza. Una acción no sujeta a ley alguna no es producto de la libertad sino licencia. Las acciones que van más allá de lo permitido por la ley natural no son legítimas ni libres. También Hobbes reconoce la existencia de una ley natural pero, desde su punto de vista, ninguna ley puede contradecir el derecho ilimitado que todo hombre tiene a la autoconservación, ni se puede anteponer a él ningún fin más noble. En consecuencia, para Hobbes, la ley moral y política surgen posteriormente y dependen del Estado y de la Soberanía. Para Locke, la ley civil es posterior y subordinada, pero no así la ley moral, que está contenida en la razón natural. “Así, en cierto modo –comenta Charles Taylor-, la libertad requiere que los hombres se reconozcan a sí mismos como parte de algún orden; sólo que ya no se trata [como en el caso de Hobbes] de un orden político. Se trata de un orden moral, y la libertad no puede ser separada de la moralidad”[8].
El estado de naturaleza –sigue diciendo Locke- “es también un estado de igualdad, en el que todo poder y juris­dicción son recíprocos, pues nadie tiene más que otro. Nada hay más evidente que el hecho de que las criaturas de la misma especie y rango, que nacieron promiscuamente para disfrutar de las mis­mas ventajas de la naturaleza y usar las mismas facultades, también deberían ser iguales entre sí, sin subordinación o sujeción...”[9]. Los hombres son naturalmente iguales en poder, derecho y propiedad. De ello se deriva que la subordinación y la sujeción no son naturales ni legítimas. Locke no entiende que la libertad se oponga a la ley sino a la subordinación y la sujeción, es decir, a la esclavitud. Esto explica por qué define la libertad en el capítulo IV cuyo título es “De la esclavitud”.
Lo que hace que la caracterización del estado de naturaleza sea tan diferente en la concepción de Hobbes y en la de Locke no es solamente la diferente conceptualización de la libertad sino el supuesto de la condición de guerra. Cuando, en el capítulo XIV del Leviatán, Hobbes se esfuerza por definir las leyes naturales básicas, escribe: “Y dado que la condición del hombre es condición de guerra de todos contra todos, en la que cada cual es gobernado por su propia razón, sin que haya nada que pueda servirle de ayuda para preservar su vida contra sus enemigos, se sigue que en una tal condición todo hombre tiene derecho a todo, incluso al cuerpo de los demás. Y, por tanto, mientras persista este derecho natural de todo hombre a toda cosa no puede haber seguridad para hombre alguno...”[10]. Para Hobbes, libertad y ley se oponen, pero el derecho tiene prioridad aunque la ley termina por limitarlo. Desde la perspectiva de Locke, en cambio, “todo poder y juris­dicción son recíprocos”, y por tanto, la libertad y la ley también lo son. No se parte de una condición de guerra y enemistad, sino de igualdad y reciprocidad.
De esta reciprocidad, Locke extrae una consecuencia decisiva: “Y así, al haber sido todos dotados con iguales facultades y com­partir una comunidad de naturaleza, no puede suponerse ninguna subordinación entre nosotros que nos autorice a destruirnos recí­procamente, como si hubiésemos sido creados para usarnos el uno al otro, según lo fueron las criaturas de rangos inferiores al nuestro. Por la misma razón que cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no renunciar a su estado voluntariamente, y cuando su propia preservación no esté en juego, deberá, en la medida de lo posible, preservar al resto de la humanidad y no podrá, a menos que se trate de hacer justicia con quien ha cometido una ofensa, quitar una vida o dañarla, o menoscabar lo que tiende a la preservación de la vida, la libertad, la salud, los miembros o los bienes de otro”[11]. De la igualdad de capacidades se sigue la igualdad de derechos. Cada uno está obligado por la ley natural a preservarse a sí mismo. Esta ley natural es al mismo tiempo un derecho irrenunciable. En todo esto Hobbes y Locke coinciden. Hay, sin embargo, dos diferencias: por un lado, Hobbes parte del supuesto de la condición de guerra, cosa que no es evidente para Locke; por otro lado, Locke extiende el mandato de preservar la propia vida “al resto de la humanidad” y no solamente la vida sino también “la libertad, la salud, los miembros o los bienes de otro”.
No obstante, Locke es conciente de que la ley no es efectiva si no hay una capacidad de juzgar y castigar las acciones ilícitas[12]. También se da cuenta de que al ser la ley natural no puede apelar al Estado, a la sociedad o al gobierno para que la haga cumplir. Recurre entonces al poder de todos y cada uno de los hombres: “los medios para ejecutarla [a la ley de la naturaleza] están en manos de todos los hombres, de modo que todos y cada uno tienen el derecho de castigar a quienes transgreden la ley en la medida en que ésta sea violada”[13]. Si el poder y el derecho son iguales y recíprocos en todos los hombres, entonces, también lo es la capacidad para juzgar los crímenes y el derecho a castigar las transgresiones. Y, quien tiene derecho a algo también tiene derecho a los medios para alcanzarlo. En consecuencia, la ejecución de la ley natural está en todos los hombres. Así, para Locke, la única dominación legítima en el estado de naturaleza es la autorizada por la ley escrita en la razón natural de todos los hombres, la que se deriva del crimen como transgresión a la ley. Como Hobbes, Locke piensa que cada hombre debe juzgar por sí mismo aquellas acciones que trasgreden la ley natural y amenazan la propia supervivencia, pero el último extiende el derecho a la vida a toda la especie mientras que el primero lo reduce a la supervivencia individual. Además, para Hobbes no existe justicia mientras no existe un Estado que pueda promulgar leyes y hacerlas cumplir, mientras que para Locke hay una justicia natural que está en manos de cada hombre, bajo la guía de la razón. Al extender los derechos a todos los hombres en el estado de naturaleza, Locke sienta las bases de los derechos universales del hombre, más allá de las legislaciones particulares de cada pueblo.
Si existe un derecho universal y una ley natural igual para todos los hombres, entonces, los transgresores de esta ley se ponen en una situación de guerra contra toda la humanidad. “Por lo tanto –concluye Locke-, puede ser destruido como si fuera un león o un tigre, o una de esas bestias salvajes con las que los hombres no pueden tener sociedad ni seguridad”[14].
Locke define el estado de naturaleza en los siguientes términos: “Los hombres que viven juntos conforme a la razón, sin un jefe común sobre la tierra con autoridad para ser juez entre ellos, se encuentran propiamente (properly) en el estado de naturaleza”[15]. El establecimiento de un poder judicial imparcial es lo que constituye el tránsito del estado de naturaleza a la sociedad civil. El estado de naturaleza y el estado social se oponen, tal como se aclara en el § 87: “Guiándonos por esto, es fácil discernir quiénes constituyen una sociedad política y quiénes no. Aquellos que están unidos en un cuerpo y tienen una ley común establecida y una judicatura a la cual apelar, con autoridad para decidir las controversias entre ellos y castigar a los ofensores, forman entre sí una sociedad civil. Pero aquellos que carecen de una autoridad común a la cual apelar –me refiero a una autoridad terrenal- continúan en estado de naturaleza, donde cada uno –por falta de otra persona- es juez y ejecutor en sí mismo, lo que equivale, como lo he mostrado antes, a estar en perfecto estado natural”[16]. Sin embargo, el estado de naturaleza no debe ser confundido con un período histórico o prehistórico, con un estado presocial o prepolítico ni con un orden social primitivo. Tampoco es una mera hipótesis heurística. Para Locke todos los hombres que no son miembros de una sociedad civil por propio consentimiento están en estado de naturaleza. En consecuencia, dos individuos que pertenecieran a distintas sociedades civiles no estarían en estado de naturaleza en relación con sus conciudadanos pero sí entre ellos. Por ejemplo, un alemán y un francés pertenecen al estado civil francés y alemán, respectivamente, pero como no hay subordinación de los franceses a los alemanes ni viceversa, no pertenecen los dos al mismo orden social, por lo que permanecen entre sí en estado de naturaleza. Lo que diferencia el estado social del estado de naturaleza no es la subordinación a la ley, porque hay una ley natural a la que están sujetos todos los hombres que rige en el estado natural. La ilegalidad de las acciones pone a los transgresores en un estado de guerra, no en estado de naturaleza.
Si bien Locke sostiene que el estado de naturaleza es un estado de libertad, igualdad, seguridad y paz, no ignora que en él existen ciertos “inconvenientes” que lo hacen “intolerable”[17] y para los cuales sólo hay un remedio adecuado. Los inconvenientes son dos: la parcialidad y la violencia derivada de las pasiones[18]. Las pasiones –especialmente el amor a sí mismo- hacen parciales a los hombres, por lo cual no es razonable que sean jueces de sus propias causas. El remedio adecuado a esos inconvenientes es el gobierno civil. “Por lo tanto –concluye Locke, citando a Hooker-, para compensar aquellos defectos e imperfecciones que hay en nosotros cuando vivimos en aislamiento y soledad, naturalmente nos vemos inducidos a buscar la comunicación y la compañía de otros. Esta fue la causa de que los hombres se unieran entre sí en las primeras sociedades políticas”[19].
Estas diferencias conceptuales no son suficientes para refutar la teoría hobbesiana del estado de naturaleza. Para hacerlo es necesario explicar por qué el estado de naturaleza y el estado de guerra no deben ser confundidos. La guerra se define por el uso de la violencia con independencia de la ley (natural en el estado de naturaleza, civil en la sociedad política), es el imperio de la fuerza sin justicia[20]. Los hombres que “no están sujetos a los lazos de la ley común de la razón, no tienen otra regla que la de la fuerza y la violencia” razón por la cual pueden ser tratados como “criaturas peligrosas y dañinas”[21], es decir, destruyéndolas antes de ser destruidos por ellas. El criminal es un enemigo de la ley y, por lo tanto, de la libertad, porque ésta es “el fundamento de todo lo demás”[22]. A partir de estas premisas, Locke muestra la identidad del gobierno absoluto con el estado de guerra, ya que “nadie puede desear tenerme bajo su poder absoluto a menos que sea para obligarme por la fuerza a hacer lo que va en contra de mi derecho a la libertad; es decir convertirme en esclavo”[23].
R. Goldwin resume las diferencias entre el estado de naturaleza y el estado de guerra como sigue:
“1. El estado de naturaleza se caracteriza por la ausencia de un juez común y por la ausencia de toda ley, a no ser la ley natural.
2. La sociedad civil, su opuesto, se caracteriza por la presencia de un juez común con autoridad para hacer cumplir la ley civil.
3. El estado de guerra existe si la fuerza se emplea sin derecho.
4. O el estado de paz, su opuesto, existe si no hay un uso de la fuerza sin derecho.”[24]

Libres o esclavos

Locke define la libertad en el capítulo 4 dedicado al tema de la esclavitud: “La libertad natural del hombre consiste en no verse sometido a ningún otro poder superior sobre la tierra, y en no encontrarse bajo la voluntad y la autoridad legislativa de ningún hombre, no reconociendo otra ley para su conducta que la de la Naturaleza. La libertad del hombre en socie­dad consiste en no estar sometido a otro poder legislativo que al que se establece por consentimiento dentro del Estado, ni al dominio de voluntad alguna, ni a las limitaciones de ley alguna, fuera de las que ese poder legislativo dicte de acuerdo con la comisión que se le ha confiado. [...] La libertad de un hombre sometido a un poder civil consiste en disponer de una regla fija para acomodar a ella su vida, que esa regla sea común a cuantos forman parte de esa sociedad, y que haya sido dictada por el poder legislativo que en ella rige. Es decir, la facultad de seguir mi propia voluntad en todo aquello que no está determinado por esa regla; de no estar sometido a la voluntad inconstante, insegura, desconocida y arbitraria de otro hombre, tal y como la libertad de Naturaleza consiste en no vivir sometido a traba alguna fuera de la ley natural”[25].
Locke establece la definición clásica de la libertad negativa[26] en la teoría política. Esta definición es negativa porque pone el acento en la capacidad de decisión independiente y deja sin definir el fin o bien que la voluntad debe perseguir según su naturaleza, es decir, no se determina cómo la libertad se realiza o cómo se hace efectiva en la realidad. En términos de Nietzsche: es una libertad de y no una libertad para. Por el contrario, las definiciones positivas de la libertad ponen el acento en el bien perseguido por la voluntad. Así, para un autor cristiano como san Agustín, se es libre cuando se persigue el bien para el cual fue creado el hombre, es decir, Dios, la salvación. Para Locke, se es libre cuando no hay impedimentos para perseguir lo que se considera bueno. En tanto que la definición negativa no determina el bien para el que se es libre, es una concepción formal de la libertad, que sólo establece las condiciones para alcanzarlo.
En el estado de naturaleza, la libertad no es ajena ni opuesta a la ley natural. Análogamente, en el estado social, la libertad civil no es ajena ni se opone a la ley legítima. No hay ruptura entre el estado de naturaleza y la sociedad civil sino continuidad y progresión. La libertad del hombre en la sociedad consiste en no estar bajo otro poder que el que surge del consenso voluntario de los individuos y en no dejarse dominar por voluntad o ley algunas, salvo las promulgadas por un poder legislativo al que se ha confiado tal función.
Como la libertad no es ajena ni opuesta a la ley, es incorrecto sostener que la ley limita o restringe la libertad. Sólo cuando se define la libertad como hacer lo que se desea –como hacen Hobbes o Filmer- la ley resulta extraña u opuesta a ella. Locke, a diferencia de ellos, identifica la libertad y la ley, ya que sin ésta, el hombre estaría “sometido a la voluntad inconstante, incierta, desconocida y arbitraria de otro hombre”[27]. La libertad que no se identifica con la ley es licencia y la ley que no se identifica con la libertad es ilegítima.
Hobbes había permitido avanzar a la teoría política más allá de su justificación teológica o histórica, mostrando que la legitimidad del Estado soberano no se basa ni en la delegación de la autoridad divina ni en la herencia de la sangre, sino en un contrato. La preocupación central de Locke en sus dos ensayos sobre el gobierno civil es la manera de preservar las libertades políticas y civiles del poder de un monarca absoluto, cuya fundamentación había realizado Hobbes.
“En tanto que Hobbes consideraba que la creación de la sociedad civil y la del Leviatán eran cosas idénticas, siendo el Estado el que se hallaba en el centro de la soberanía, Locke concedía importancia capital a la preservación de la autonomía de la sociedad civil”, y consideraba que “los derechos humanos básicos residen originalmente en la naturaleza”[28]. Igualdad, libertad y propiedad son, junto al derecho a la vida, los rasgos fundamentales o derechos naturales del hombre en estado de naturaleza.
Ningún hombre puede, por tanto, sujetarse “voluntariamente” a la esclavitud, ya que someterse a tal estado es idéntico a la renuncia de la propia vida y ésta no le pertenece sino a Dios, que es su Creador[29]. Sin embargo, puede perderse la vida en la guerra tanto de conquista entre pueblos como la que hace el criminal contra la sociedad constituida. En ese caso, argumenta Locke, el triunfador (los conquistadores victoriosos o la fuerza de la ley) pueden disponer legítimamente de la vida de los derrotados y no se les causa ningún daño demorando el golpe de muerte para emplearlo en su propio servicio. ¿Qué es la esclavitud? Locke escribe: “Esta es la perfecta[30] condición de la esclavitud (the perfect condition of slavery), la cual no es otra cosa que el estado de guerra continuo entre un conquistador legítimo y un cautivo”[31].
Es lícito preguntar en este lugar por el fundamento último. Por un lado, Locke sostiene que la libertad y la ley natural se identifican, de lo cual se deriva la ilegitimidad de toda forma de esclavitud. Pero, por otro lado, hay un derecho de guerra o de conquista, en el que se legitima tanto la muerte o la esclavitud del enemigo derrotado como las del criminal que se ha puesto en un estado de guerra contra la sociedad. Si la libertad es el fundamento último, ¿es lícito apelar a la guerra para defender la libertad? ¿No se está poniendo a la guerra como fundamento último que legitima la libertad? Pero, en ese caso, ¿no se legitima igualmente la esclavitud? ¿Hay que respetar la libertad de los que no respetan la libertad? Y, si la libertad y la ley se identifican, ¿hay ceñirse a la ley contra los que no respetan la ley? ¿La guerra fundamenta la ley o la ley fundamenta la guerra?
R. Goldwin advierte que “muchos pasajes indican que existe una relación sorprendentemente directa entre la propia conservación y la obligación de conservar la vida de los demás seres humanos. Ejemplo tras ejemplo, el cumplimiento del deber de conservar la vida de los demás se encuentra relacionado con el derecho a matar a otro hombre que amenaza o podría amenazar nuestra propia conservación”[32]. Para Locke, es evidente que el principio de autoconservación y el principio de conservación del resto de la humanidad se complementan y requieren entre sí y que no podría garantizarse lo primero sin asegurar también el segundo. Sin embargo, es también conciente de que esa conexión no es inmediatamente comprendida por el hombre natural sin que medie un estudio reflexivo de la ley.
“Siguiendo las teorías aristotélicas tradicionales[33], Locke trazaba una distinción nítida entre tres clases de poder: el despótico, que es el poder al que están sujetos los esclavos[34], el paterno, que es el poder de una cabeza de familia, hombre o mujer, sobre «esas relaciones subordinadas de la esposa, los hijos, los sirvientes, y los esclavos [de la familia]»[35], y el político, que «[...] es aquel poder que todo hombre, poseyéndolo en el estado de naturaleza, ha cedido en manos de la sociedad, y con ello a los gobernantes, a quienes la sociedad ha colocado por encima de ella misma, con la confianza expresa o tácita, de que será completado para su bien y para la preservación de su propiedad [...sus vidas, libertades y posesiones]»[36][37].

La dominación es desde esta perspectiva, cualquier injerencia exterior (no sólo las servidumbres medievales sino también el absolutismo) sobre mi libertad de hacer cualquier cosa que no viole la ley natural. La libertad natural sólo está limitada por la ley natural o por el consentimiento de mi voluntad. La dominación consiste en todo uso de la fuerza contra la ley natural o contra la ley civil que garantizan la libertad. Toda servidumbre, esclavitud o poder absoluto implican necesariamente formas de la dominación. El poder soberano absoluto había sido concebido por Hobbes como un límite para la libertad absoluta de los individuos. El poder es un mal menor que pone límites al mal «mayor» que es la inseguridad derivada de la libertad absoluta. En Locke el poder sigue siendo concebido como esencialmente malo, pero se ha convertido en el mal mayor (porque la libertad no es absoluta en el estado de naturaleza sino que está limitada por la ley natural). Ya no es el Estado el que debe controlar y limitar a la libertad absoluta, sino que es la libertad[38] (por eso definida negativamente) la que debe poner límites y controlar al Estado, o a cualquier poder absoluto.
Por esta razón se requiere que el poder ejecutivo no sea absoluto y esté controlado por otros poderes como el judicial: “Si el poder civil ha de ser el remedio de los males que necesariamente se derivan de que los hombres sean jueces en sus propias causas, no debiendo por esa razón tolerarse el estado de naturaleza, yo quisiera que me dijesen qué género de poder civil es aquel en que un hombre solo, que ejerce el mando sobre una multitud, goza de la libertad de ser juez en su propia causa y en qué aventaja ese poder civil al estado de naturaleza, pudiendo como puede ese hombre hacer a sus súbditos lo que más acomode a su capricho sin la menor oposición o control de aquellos que ejecutan ese capricho suyo. ¿Habrá que someterse a ese hombre en todo lo que él hace, lo mismo si se guía por la razón que si se equivoca o se deja llevar de la pasión? Los hombres no están obligados a portarse unos con otros de esa manera en el estado de naturaleza, porque si, quien juzga, juzga mal en su propio caso o en el de otro, es responsable de su mal juicio ante el resto de la humanidad”[39].

Algunas críticas

Las siguientes objeciones críticas podrían ser planteadas a esta concepción negativa de la libertad:
(1) Por ser meramente negativa y sin contenido, esta concepción de la libertad es condición de posibilidad del capitalismo y del dominio del mercado. Al no hacer explícito cuál es el bien que debe perseguir todo hombre, esta idea de libertad posibilita formas de vida injustas, desiguales o no deseables.
No obstante, algunos liberales contemporáneos (como Rawls) contraargumentarían que esta libertad negativa es condición de posibilidad de cualquier contenido positivo de la libertad, y no sólo del capitalismo. Es decir: si bien una “sociedad libre” (en este sentido de libertad) hace posibles formas de vida egoístas, injustas o no virtuosas, también hace posible formas de vida solidarias, justas o virtuosas y es preferible que estas formas viciosas sean posibilitadas por la libertad a que la realización de lo que algunos consideran virtuoso, solidario o justo niegue la libertad.
(2) Se ha sostenido que la concepción negativa de la libertad entendida como afirmación de derechos universales se contrapone a una concepción positiva de la libertad entendida como la identidad que los sujetos ganan a partir de la sumisión a los valores de su comunidad que son determinados de diferente manera en cada cultura o pueblo y que serían negados de aceptarse los «derechos universales». Por ejemplo, para algunos pueblos es preferible mantener la fe o la letra del Corán, que en muchos de sus mandatos se oponen a los pretendidos «derechos universales».
Esta crítica forma parte de amplia discusión política y ética, que Chantal Mouffe describe en los siguientes términos: “Profundizar la democracia necesita también de una concepción de la libertad que trascienda el falso dilema entre la libertad de la antigüedad y la libertad moderna y que nos permita pensar la libertad individual y la libertad política de manera conjunta. La radicalización de la democracia comparte respecto de este punto las preocupaciones de diversos pensadores que buscan rescatar la tradición del republicanismo cívico. Se trata de una tendencia totalmente heterogénea, que hace por ello necesario establecer distinciones entre los así llamados «comunitaristas» que, aunque comparten la crítica de la idea del individualismo liberal sobre un sujeto existente asumen, sin embargo, posiciones dispares respecto de la modernidad. Están, por un lado, aquellos como Michael Sandel y Alasdair MacIntyre que, inspirándose principalmente en Aristóteles, rechazan el pluralismo liberal en nombre de una política del bien común; por otro, aquellos como Charles Taylor o Michael Walzer que, junto con criticar los presupuestos epistemológicos del liberalismo tratan de incorporar la contribución política de éste en el área de los derechos y del pluralismo. Estos últimos defienden una perspectiva más próxima a [nuestra postura de] radicalización de la democracia, mientras los primeros mantienen una actitud extraordinariamente ambigua respecto del advenimiento de la democracia, y sin establecer distinciones entre lo ético y lo político, que ellos entienden como expresión de valores morales comunes. Es probablemente en la obra de Maquiavelo donde el republicanismo cívico tiene más que ofrecernos, y el trabajo reciente de Quentin Skinner es de particular interés a este respecto. Skinner muestra que en Maquiavelo hay una concepción de la libertad que, aun sin postular una noción objetiva del bienestar del hombre (y que por tanto es, según Isaiah Berlin, una concepción «negativa» de la libertad), comprende, sin embargo, ideales de participación política y de virtud cívica (que, según Berlin, son características de la concepción «positiva» de la libertad). Skinner muestra que la idea de libertad es descrita en los Discursos como la capacidad de los hombres de perseguir sus propias metas, de seguir sus «humores» (humori). Esto se acompaña con la afirmación de que, a objeto de garantizar las condiciones necesarias que impidan la coerción y la servidumbre que harían imposible el ejercicio de esa libertad, es indispensable que los hombres cumplan ciertas funciones públicas y cultiven las virtudes correspondientes. Para Maquiavelo, el que uno ejerza la virtud cívica y sirva al fin común tiene por objeto garantizarse a sí mismo el determinado grado de libertad personal que le permita perseguir sus propios fines. Encontramos aquí, por lo tanto, una concepción sumamente moderna de la libertad individual articulada con una antigua concepción de la libertad política; esa articulación resulta fundamental para el desarrollo de una filosofía política de la radicalización de la democracia”[40].
(3) La concepción abstracta de la naturaleza humana o del sujeto, al fundamentar la libertad en la razón consciente, no tiene en cuenta la posibilidad de una alienación constitutiva por la cual toda la esfera de la conciencia y de la libertad estaría viciada, enferma o subordinada a una instancia más profunda y determinante [el ser social determina la conciencia (Marx), lo inconsciente determina las conductas conscientes (Freud), la voluntad de poder determina los valores y la moral (Nietzsche), las prácticas sociales determinan los discursos (Foucault)].
(4) Charles Taylor, a quien seguimos en este punto, ha mostrado[41] que una concepción de la libertad negativa definida “exclusivamente en términos de la independencia del individuo de la interferencia de otros, sean estos los gobiernos, corporaciones o personas privadas”[42] o como ausencia de impedimentos externos (físicos o legales) al movimiento es insostenible y, al mismo tiempo, ha argumentado razonablemente en favor de una concepción de la libertad positiva.
Las teorías negativas parten de un concepto de la libertad entendida como oportunidad, “para el que ser libre es una cuestión de lo que podemos hacer, de lo que nos es posible hacer, sea que hagamos o no algo para ejercer estas opciones. Este es ciertamente el caso del concepto hobbesiano original, crudo. La libertad consiste sólo en que no haya obstáculo. Es una condición suficiente para que uno sea libre que nada esté en el camino”[43]. Taylor muestra que este concepto de la libertad como oportunidad supone siempre un ejercicio anterior de la libertad. Como en Aristóteles, la potencia supone el acto.
Todas las concepciones modernas que deben algo a la tradición republicana antigua están enmarcadas en la postura de la libertad positiva (Tocqueville, el Stuart Mill de Sobre el gobierno representativo). “Las doctrinas de la libertad positiva tienen que ver con una perspectiva de la libertad que incluye esencialmente el ejercicio del control sobre nuestra propia vida. Desde esta perspectiva uno es libre sólo en la medida en que efectivamente se ha determinado a sí mismo y a la propia forma de vida”[44]. La libertad es aquí concebida como ejercicio, es un “concepto-ejercicio”[45]. Mientras que las teorías negativas se pueden basar y se basan tanto en un concepto-oportunidad como en un concepto-ejercicio, no ocurre lo mismo con las teorías positivas que están fundadas esencialmente sobre un concepto-ejercicio, ya que esta perspectiva “identifica la libertad con la autodirección, esto es, el ejercicio actual del control directivo sobre la vida de uno”[46].
Algunos partidarios de la libertad negativa se han valido del recurso de negar el concepto-ejercicio para cortar de raíz las teorías positivas. La ventaja de esta postura es su simplicidad, pues permite sostener que la libertad es poder hacer lo que se quiere, donde “hacer lo que se quiere” se identifica, sin que esta identificación sea problematizada, con lo que el agente puede identificar como sus deseos. Por el contrario, un concepto-ejercicio de la libertad supone que se discriminen las motivaciones. Si somos libres en el ejercicio de ciertas capacidades, no somos libres, o lo somos menos, cuando estas capacidades están bloqueadas o irrealizadas de alguna manera[47]. Pero los obstáculos pueden ser tanto internos como externos, ya que las capacidades relevantes para la libertad incluyen la autoconciencia, la autocomprensión, la discriminación moral y el autocontrol, puesto que de otro modo su ejercicio no podría lograr la libertad en el sentido de autodirección. Podría ocurrir que nos autoengañemos, que perdamos el autocontrol y, en consecuencia, que no seamos libres, y sin embargo que hagamos lo que queremos (lo que creemos querer).
Para un concepto-ejercicio de la libertad “el sujeto mismo no puede ser la autoridad final sobre la pregunta de si es libre; ya que no puede ser la autoridad final sobre la pregunta acerca de si sus deseos son auténticos, acerca de si frustran o no sus propósitos”[48]. Los partidarios del concepto-oportunidad objetarán que al admitir que el agente mismo no puede ser la autoridad final sobre la pregunta de si es libre se abre el camino para la manipulación totalitaria. Pareciera que de esa forma se legitima a otros (que sí sabrían cuáles son nuestros verdaderos deseos) a conducirnos por el camino correcto, incluso por la fuerza, en nombre de la libertad. Pero si los seres humanos difieren realmente respecto a su autorrealización, de ahí se deriva que ningún otro (por sabio que sea) puede poseer una doctrina o una técnica que nos permita en todos los casos llegar a la autorrealización, si bien puede brindarnos “buenos consejos”, como decía John Stuart Mill[49].
Taylor sostiene que no se puede defender una concepción de la libertad que no implique en última instancia una discriminación cualitativa de los motivos. Aun cuando se defina la libertad como ausencia de obstáculos exteriores, es necesario hacer discriminaciones entre los que representan mayor o menor lesión de la libertad, entre los que son más o menos significativos. Taylor pone el ejemplo de un semáforo que limita mi libre circulación por una calle. No se trata de que una restricción de mi libertad se compense con menos riesgos de accidentes o menos peligro para los niños. Se compensa conveniencia por seguridad, pero no hay pérdida de la libertad en absoluto. En cambio una restricción a la libertad de cultos es un golpe importante a la libertad, porque por sus creencias religiosas un creyente se define a sí mismo como ser moral. Esto nos lleva más allá del esquema hobbesiano: la libertad es ausencia de obstáculos externos en la acción significativa, en lo que es importante para el hombre. El esquema hobbesiano permite sólo juicios cuantitativos, pero no discriminaciones cualitativas. Desde el punto de vista puramente cuantitativo se podría argumentar que en la Albania comunista había más libertad que en Inglaterra, pues eran muchas más las acciones que diariamente se veían restringidas por los semáforos ingleses que las pocas acciones limitadas por la supresión de la libertad de cultos en el primer país. Algunos de nuestros motivos, deseos y objetivos son experimentados como intrínsecamente más significativos que otros.
Lo que Taylor considera “significativo” es todo aquello que afecta nuestra identidad. Da ejemplos en los que se muestra que la libertad puede ser limitada no solamente por obstáculos externos sino también por internos. Y a la inversa, actuar de acuerdo a ciertas motivaciones internas como el rencor o el temor no es hacerlo libremente sino más bien falta de libertad. Las motivaciones significativas son las que “me conducirán más cerca de lo que realmente soy”[50].
Podría reformularse la noción negativa de libertad manteniendo lo básico de la teoría negativa como sigue: “La ausencia de obstáculos externos e internos a lo que verdadera y auténticamente quiero”, pero Taylor cree que esta postura es insostenible. En el caso de conflicto de deseos, los deseos contrapuestos hacen ambos a la identidad del agente, mientras que cuando el agente se siente atado (menos libre) por un deseo, quiere repudiarlo. Sentir que un deseo no es verdaderamente mío es sentir que “sería mejor sin él, que no perdería nada deshaciéndome de él, que permaneceré completo sin él”[51].
“La libertad de un hombre puede entonces ser encerrada por obstáculos motivacionales internos, tanto como externos. Un hombre que es conducido por el rencor a arriesgar sus relaciones más importantes, [...] o que está inhibido por un temor irrazonable para seguir la carrera que verdaderamente quiere, no es realmente hecho más libre si uno le alisa los obstáculos externos para dar rienda suelta a su rencor o para realizar su temor. O a lo sumo es liberado para una libertad muy empobrecida”[52]. Como consecuencia de lo anterior, es necesario aceptar que las distinciones motivacionales hacen una diferencia en el grado de libertad no sólo cuando uno de mis propósitos básicos es frustrado por mis propios deseos sino también cuando he identificado este propósito de manera falsa o cuando no soy consciente de ellos. Y, si esto es así, el agente no puede ser el árbitro final respecto de lo que lo hace más o menos libre. Los juicios del agente acerca de su libertad pueden ser corregidos, pero de aquí no se desprende que pueda ser obligado por una dirección o un control exteriores a él mismo. Sin embargo, si esto es así, entonces la cruda perspectiva negativa de la libertad, la definición hobbesiana, es insostenible.
“Porque la libertad implica ahora que sea capaz de reconocer adecuadamente mis propósitos más importantes, y que sea capaz de superar o al menos neutralizar mis dependencias emocionales, tanto como que mi camino esté libre de obstáculos externos. Pero la primer condición claramente (y, sostendría que también la segunda) requiere que me haya convertido en algo, que haya logrado cierta condición de auto-clarividencia y auto-comprensión. Debo estar ejerciendo realmente la auto-comprensión para ser verdadera y completamente libre. Ya no puedo entender la libertad como un concepto-oportunidad”[53].
GUÍA DE PREGUNTAS:

1. ¿Cuáles son las características del hombre en estado de naturaleza? 2. Diferencia “libertad” de “licencia”. 3. ¿Qué relación existe entre la libertad y la ley? Compare con la posición de Hobbes. 4. Compare la igualdad natural en Hobbes y en Locke. 5. ¿Por qué (para Locke) el estado natural no es un estado de guerra? 6. Justifique la siguiente afirmación de Locke: “Esta ley natural es al mismo tiempo un derecho irrenunciable” 7. Si en el estado de naturaleza no hay Estado ni gobierno, ¿quién se ocuparía de hacer cumplir la ley natural y de castigar a los trasgresores? 8. ¿Qué diferencia el estado de naturaleza de la sociedad civil para Locke? 9. ¿Cuáles son los “inconvenientes” que existen en el estado de naturaleza que lo hacen intolerable e impulsaron a la constitución de la sociedad civil? 10. ¿Por qué el estado de naturaleza y el estado de guerra no deben ser confundidos? 11. ¿Cuáles son las diferencias entre el estado de naturaleza y el estado de guerra? 12. ¿Cómo define Locke la libertad? Diferencie del concepto de Hobbes. 13. ¿En qué consiste la “dominación” para Locke? 14. ¿Qué críticas podría señalar a la teoría de Locke?


TEXTO FUENTE (lectura obligatoria):
SEGUNDO ENSAYO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL
JOHN LOCKE
Un ensayo sobre el verdadero origen, alcance y finalidad del gobierno civil
Traducción del inglés de Cristina Piña Editorial La Página S.A. Editorial Losada S.A. Buenos Aires 2003

CAPITULO I

2. Con este fin, creo que no está de más establecer lo que para mí es el poder político, de manera que el poder de un magistrado sobre un súbdito[54] pueda distinguirse del que posee un padre sobre sus hijos, un amo sobre sus sirvientes, un marido sobre su mujer y un señor sobre su esclavo[55]. Todos estos poderes distintos entre sí a veces se dan juntos en un mismo hombre, de modo que si lo con­sideramos bajo estas relaciones diferentes[56], esto podrá ayudarnos a distinguir dichos poderes entre sí, y a mostrar la diferencia que hay entre quien gobierna un Estado, un padre de familia y un capitán de galeras[57].
3. Considero, por lo tanto, que el poder político es el derecho de dictar leyes, incluida la pena de muerte y, en consecuencia, todas las penas menores necesarias para la regulación y preservación de la propiedad[58], y el derecho de emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de tales leyes y en la defensa del Estado ante ofensas extran­jeras. Y todo ello exclusivamente en pos del bien público.

CAPITULO II
Del estado de naturaleza

4. Para entender correctamente el poder político y deducirlo desde su origen, debemos considerar en qué estado se hallan natu­ralmente todos los hombres; éste es un estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas como les parezca adecuado, dentro de los límites de la ley de la natu­raleza, sin pedir permiso o depender de la voluntad de ningún otro hombre.
Es también un estado de igualdad, en el que todo poder y juris­dicción son recíprocos, pues nadie tiene más que otro. Nada hay más evidente que el hecho de que las criaturas de la misma especie y rango, que nacieron promiscuamente para disfrutar de las mis­mas ventajas de la naturaleza y usar las mismas facultades, también deberían ser iguales entre sí, sin subordinación o sujeción, a menos que el señor y amo de todas ellas, por manifiesta declaración de su voluntad, pusiera a una por encima de la otra y le confiriera, por medio de una evidente y clara designación, un derecho indudable de dominio y soberanía.
5. El juicioso Hooker[59] considera esta igualdad natural entre los hombres tan evidente en sí misma y tan incuestionable, que la hace el fundamento de esa obligación propia de los hombres de amarse mutuamente, sobre la cual basa los deberes que tienen unos res­pecto de los otros, y de la cual deduce las grandes máximas de la justicia y la caridad. Sus palabras son:
"La consideración de la igualdad natural ha llevado a que los hombres sepan que no es menor su deber amar a los otros que el de amarse a sí mismos; pues al observar aquellas cosas que son iguales, para rodas necesariamente se debe tener una misma medida. Si no puedo evitar el deseo de recibir el bien de cualquier otro hombre, en igual medida en que ese otro hombre desea recibirlo en su pro­pia alma, ¿cómo podré aspirar a que sea satisfecha alguna parte de mi deseo, si no me cuido yo de satisfacer el mismo deseo, que sin duda está presente en los otros hombres, siendo todos de una y la misma naturaleza? Así, ofrecerles algo que repugne este deseo debe, por necesidad y en todo sentido, provocar en ellos tanto pesar como provocaría en mí. De manera que si hago daño, debo esperar sufrir, ya que no hay razón alguna para que los otros muestren para con­migo más amor que el que yo he mostrado para con ellos. Por lo tanto, mi deseo de ser amado tanto como sea posible por quienes son naturalmente iguales a mí, me impone el deber natural de con-cederíes el mismo afecto en plenitud. De tal relación de igualdad entre nosotros y quienes son como nosotros, la razón natural ha deducido diversas reglas y cánones para la dirección de la vida, que ningún hombre ignora". (Eccl. Pol, I.)[60]
6. Mas aunque sea éste un estado de libertad, no es, sin embar­go, un estado de licencia; pues aunque el hombre en tal estado tenga una libertad incontrolable para disponer de su persona o de sus pose­siones, no tiene, sin embargo, libertad para destruirse a sí mismo ni a ninguna criatura de su posesión, excepto cuando algún fin más noble que su mera preservación se lo demande. El estado de natu­raleza está gobernado por una ley de la naturaleza que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla, que siendo todos iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones. Pues los hombres son todos obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio, todos siervos de un Amo soberano y enviados a este mundo por orden de Él y para cumplir Su encargo; en consecuencia, son de Su propiedad y han sido hechos para durar lo que a Él, y no a cualquiera de ellos, le plazca.
Y así, al haber sido todos dotados con iguales facultades y com­partir una comunidad de naturaleza, no puede suponerse ninguna subordinación entre nosotros que nos autorice a destruirnos recí­procamente, como si hubiésemos sido creados para usarnos el uno al otro, según lo fueron las criaturas de rangos inferiores al nuestro. Por la misma razón que cada uno está obligado a preservarse a sí mismo y a no renunciar a su estado voluntariamente, y cuando su propia preservación no esté en juego, deberá, en la medida de lo posible, preservar al resto de la humanidad y no podrá, a menos que se trate de hacer justicia con quien ha cometido una ofensa, quitar una vida o dañarla, o menoscabar lo que tiende a la preservación de la vida, la libertad, la salud, los miembros o los bienes de otro.
7. Y para que todos los hombres se abstengan de invadir los dere­chos de los demás y de dañarse el uno al otro, y se observe esa ley de la naturaleza que se preocupa por la paz y la preservación de toda la humanidad, los medios para ejecutarla están en manos de todos los hombres, de modo que todos y cada uno tienen el derecho de castigar a quienes transgreden la ley en la medida en que ésta sea violada. Pues la ley de la naturaleza sería vana, al igual que todas las otras leyes que en este mundo conciernen a los hombres, si no hubie­se nadie que, en el estado de naturaleza, tuviera poder para ejecu­tar esa ley, protegiendo así a los inocentes y poniendo límites a los ofensores. Pues en ese estado de igualdad perfecta, en el que natu­ralmente no hay superioridad ni jurisdicción de uno sobre otro, lo que uno puede hacer en cumplimento de esa ley, todos necesaria­mente deben tener derecho a hacerlo.
Y así, en el estado de naturaleza, un hombre tiene poder sobre otro, pero no un poder absoluto o arbitrario que le permita abusar de un criminal, cuando éste ha caído en sus manos, siguiendo el calor de su pasión o la ilimitada extravagancia de su propia voluntad, sino sólo para castigarlo, según lo dictan la serena razón y la conciencia, con penas proporcionales a su transgresión, de modo que sirvan como reparación y como restricción. Pues éstas son las dos únicas razones por las cuales un hombre puede legalmente dañar a otro, es decir, castigarlo. Al transgredir la ley de la naturaleza, el ofensor declara que vive según otra regla que la de la razón y la equi­dad común, que son las medidas que Dios ha establecido para regu­lar las acciones de los hombres, en beneficio de su mutua seguri­dad. Y así, el ofensor se vuelve peligroso para la humanidad, pues ha ignorado y roto las ataduras que protegían a los hombres del daño y la violencia. Lo cual, al ser una transgresión contra toda la espe­cie y la paz y la seguridad garantizadas por la ley de la naturaleza, permitirá que cada hombre, según esta medida y en virtud del dere­cho que tiene de preservar al género humano en general, pueda poner límites o, cuando sea necesario, destruir cosas dañinas para la humanidad, y así castigar a cualquiera que haya transgredido esaley, de modo que se arrepienta de haberlo hecho y se abstenga de cometerlo nuevamente y, mediante su ejemplo, disuada a otros de cometer el mismo delito. Y en este caso y sobre este fundamento, todo hombre tiene derecho de castigar al ofensor y de ser ejecutor de la ley de la naturaleza.
No dudo de que esta doctrina parecerá muy extraña a algu­nos hombres, pero antes de que la condenen, deseo que me expli­quen con qué derecho un príncipe o un Estado pueden condenar a muerte o castigar a un extranjero por cualquier crimen que come­ta en su país. Es seguro que sus leyes, en virtud de la sanción que reciben por la voluntad promulgada de la legislatura, no alcanzan a un extranjero ni se dirigen a él, si lo hicieran, él no está obligado a prestarles atención. La autoridad legislativa por la cual tienen vigen­cia sobre los súbditos de ese Estado, no tiene poder sobre él.
Aquellos que tienen el poder supremo de hacer leyes en Inglaterra, Francia u Holanda son, para un indio o un nativo de cualquier parte del mundo, hombres sin autoridad. Y por lo tanto, si no fuera que por la ley de la naturaleza todo hombre tiene el poder de castigar las ofensas cometidas contra ella, tal como serenamente juzgue que lo requiere el caso, no veo cómo los magistrados de cualquier comu­nidad podrían castigar a un extranjero, nativo de otro país, dado que, en lo que a él se refiere, no tienen más poder que el que, por naturaleza, cualquier hombre puede tener sobre otro hombre.
Además del crimen que consiste en violar las leyes y apar­tarse de la recta norma de la razón, por el cual el hombre se convierte en un degenerado y declara que abandona los principios de la naturaleza humana y es una criatura dañina, comúnmente se comete injuria cuando una persona u otra, algún otro hombre, sufre daño a causa de esa transgresión; en cuyo caso, aquel que ha sufri­do algún daño tiene -además del derecho de castigar que compar­te con los otros hombres-, el derecho particular de buscar repara­ción por parte de aquel que lo ha cometido. Y cualquier otra per­sona que encuentre esto justo, también puede unirse a quien ha sido injuriado y ayudarlo a obtener del ofensor tanto como sea necesa­rio para satisfacer el daño que ha sufrido.
De estos dos derechos diferentes -el de castigar el crimen, a fin de reprimir y prevenir una ofensa similar, derecho que tiene todo el mundo; y el de obtener reparación, que sólo corresponde a la parte dañada- surge que el magistrado, quien por ser tal tiene en sus manos el derecho común de castigar, pueda en muchas ocasiones, cuando el bien público no exige la ejecución de la ley, exi­mir de castigo por su propia autoridad a las ofensas criminales, si bien no podrá eximir de la satisfacción debida a cualquier perso­na privada por el daño que ha sufrido. Aquel que ha sufrido el daño tiene derecho a exigir una reparación en su propio nombre, y él y sólo él puede eximir de ella. La persona damnificada tiene el poder de apropiarse de los bienes o del servicio del ofensor, en virtud del derecho de autopreservación, como todo hombre tiene derecho a castigar el crimen para impedir que se cometa nueva­mente, en virtud de su derecho a preservar a toda la humanidad y a hacer todas las cosas que estime razonables para alcanzar dicho fin. Y así es como cada hombre, en el estado de naturaleza, tiene el poder de matar a un asesino, tanto para disuadir a otros de come­ter un crimen similar -al que ninguna reparación puede compen­sar-, mediante el ejemplo del castigo que debe aplicársele, como para preservar a los hombres de los intentos de un criminal que, habiendo renunciado a la razón, la regla y la medida común que Dios ha dado a la humanidad ha declarado, por medio de la injus­ta violencia y asesinato que ha cometido matando a un hombre, la guerra contra toda la humanidad. Por lo tanto, puede ser des­truido como si fuera un león o un tigre, o una de esas bestias sal­vajes con las que los hombres no pueden tener sociedad ni segu­ridad. Y en esto se funda esa gran ley de la naturaleza: "Quien derrame la sangre de un hombre, estará condenado a que un hom­bre derrame la suya". Y Caín estaba tan plenamente convencido de que todo hombre tenía derecho de destruir a un criminal que, después del asesinato de su hermano, gritó: "Cualquiera que me encuentre me matará", tan claro estaba ese precepto escrito en los corazones de los hombres.
12. Por la misma razón puede un hombre en estado de natura­leza castigar las transgresiones menores de esa ley. Tal vez alguien pregunte, ¿con la muerte? A lo que respondo: cada transgresión debe castigarse en el grado y con la severidad suficiente para convertirla en un mal negocio para el ofensor, darle motivo para arrepentirse y atemorizar a los otros hombres, de modo que se abstengan de hacer lo mismo. Toda ofensa que pueda cometerse en el estado de natu­raleza, puede, allí mismo, ser castigada en la misma medida que en un Estado. Porque si bien iría más allá de mi presente propósito entrar en los aspectos particulares de la ley de la naturaleza o en sus grados de castigo, es evidente que existe dicha ley y también que es tan inteligible y clara para una criatura racional y un estudioso de esa ley, como las leyes positivas de los Estados, si no posiblemente más clara. Pues la razón es más fácil de ser entendida que los capri­chos e intrincadas fabricaciones de los hombres, que obedecen a intereses contrarios y ocultos traducidos en palabras. Porque cier­tamente tal cosa son gran parte de las leyes municipales de los paí­ses, que sólo resultan justas en la medida en que se basan en la ley de la naturaleza, por la cual han de regularse e interpretarse.
13. A esta extraña doctrina -es decir, que en el estado de natu­raleza cada hombre tiene el poder de ejecutar la ley natural- no dudo que se le objetará que no es razonable que los hombres sean jueces de sus propias causas; que el amor a sí mismos los hará parciales en su favor y en el de sus amigos. Y, por otro lado, que los defectos naturales, la pasión y la venganza los llevarán demasiado lejos en el castigo de los otros hombres, de lo que no surgirá nada más que confusión y desorden, y que por lo tanto Dios ha designado al gobier­no para restringir la parcialidad y la violencia de los hombres. Concedo sin reserva que el gobierno civil es el remedio apropiado para los inconvenientes del estado de naturaleza, los cuales por cier­to han de ser grandes cuando los hombres pueden ser jueces en su propia causa. Pues es fácil imaginar que quien fue tan injusto como para hacer un daño a su hermano, difícilmente sea tan justo como para condenarse por ello[61].
Pero quisiera que quienes hacen esta objeción recuerden que los monarcas absolutos son sólo hombres, y que si el gobierno ha de ser el remedio de los males que necesariamente surgen del hecho de que los hombres sean jueces en sus propias causas, lo que hace del estado de naturaleza algo insoportable, desearía saber qué tipo de gobierno será y cuánto mejor resultará que el estado de naturaleza, aquel donde un hombre al mando de una multitud tiene la libertad de ser juez en su propia causa y puede hacer con sus súbditos lo que se le antoje, sin la menor cuestión o control por parte de quienes ejecutan su parecer, debiendo los demás someterse a él en todo lo que haga, esté guiado por la razón, el error o la pasión. Mucho mejor es en el estado de naturaleza, donde los hombres no están obliga­dos a someterse a la voluntad injusta del prójimo, y si aquel que juzga, juzga mal en su propia causa o en la de otro, es responsable por ello ante el resto de la humanidad.
14. A menudo se pregunta, como una poderosa objeción: "¿Dónde hay, o hubo alguna vez, hombres en semejante estado de naturaleza?" A lo cual por ahora puede bastar como respuesta que, dado que todos los príncipes y jefes de los gobiernos "indepen­dientes" de todo el mundo se hallan en estado de naturaleza, es claro que en el mundo nunca faltaron, ni nunca faltarán, cantidades de hombres en ese estado. He dicho todos los gobernantes de las comu­nidades "independientes", se encuentren o no se encuentren liga­das con otras; porque no todo pacto pone fin al estado de natura­leza entre los hombres, sino solo aquel en el que acceden por mutuo acuerdo a entrar en comunidad y formar un cuerpo político. Otros convenios y pactos pueden hacer los hombres entre sí y, sin embar­go, seguir estando en estado de naturaleza. Las promesas y conve­nios de trueque, etc., entre dos hombres en Soldania, o entre un suizo y un indio, en las selvas de América, son vinculantes para ellos, a pesar de que están completamente [perfectly] en estado de naturaleza uno respecto del otro, pues la veracidad y el mantenimiento de la palabra perte­necen a los hombres en tanto tales y no como miembros de una sociedad.
15. A quienes dicen que nunca hubo hombres en estado de natu­raleza no sólo les opondré la autoridad del juicioso Hooker (Eccl. Pol I. 10), cuando dice: "las leyes que han sido mencionadas hasta aquí -es decir, las leyes de la naturaleza- vinculan a los hombres de manera absoluta en la medida en que son hombres, a pesar de que nunca hayan establecido asociación ni acuerdo solemne alguno entre ellos acerca de lo que deben o no deben hacer. Pues, además, no somos capaces por nosotros mismos de procurarnos las cosas nece­sarias para la vida que nuestra naturaleza desea, una vida adecuada a la dignidad del hombre. Por lo tanto, para compensar aquellos defectos e imperfecciones que hay en nosotros cuando vivimos en aislamiento y soledad, naturalmente nos vemos inducidos a buscar la comunicación y la compañía de otros. Esta fue la causa de que los hombres se unieran entre sí en las primeras sociedades políticas". Más aún, yo afirmo que todos los hombres se encuentran natural­mente en ese estado y permanecen en él hasta que, por su propio consentimiento, se hacen miembros de alguna sociedad política; y no dudo de que, en lo que sigue del presente discurso, ello queda­rá muy claro.

CAPITULO III
Del estado de guerra

16. El estado de guerra es un estado de enemistad y destrucción y, por lo tanto, al declararlo mediante la palabra o la acción, con intención no ya apasionada y apresurada, sino serena y meditada, contra la vida de otro hombre, se pone a éste en estado de guerra contra quien ha declarado tal intención. Así expone su vida al poder que tiene el otro de quitársela por su mano o por la de cualquiera que se una en su defensa y adhiera a su pelea. Pues es razonable y justo que yo tenga derecho a destruir a quien me amenaza con la destrucción, ya que en virtud de la ley fundamental de la naturale­za, el hombre ha de preservarse tanto como le sea posible, y cuando todos no puedan ser preservados, ha de tener preferencia la seguridad del inocente. Y un hombre puede destruir a quien le hace la guerra o a quien ha descubierto que es su enemigo, por el mismo motivo que puede matar a un lobo o a un león: porque esos hombres no están sujetos a los lazos de la ley común de la razón, no tienen otra regla que la de la fuerza y la violencia. Y así pueden ser tratados como bestias de presa, esas criaturas peligrosas y dañinas que con seguridad lo destruirían si llegara a caer en su poder.
17. A esto obedece que quien intenta colocar a otro hombre bajo su poder absoluto se pone en estado de guerra contra él, pues ello ha de entenderse como una declaración de que atentará contra su vida. Porque tengo razón para concluir que aquel que quiere ponerme bajo su poder sin mi consentimiento, abusará de mí como le plazca cuando disponga de mí y asimismo me destruirá cuando se le ocurra. Pues nadie puede desear tenerme bajo su poder absoluto a menos que sea para obligarme por la fuerza a hacer lo que va en contra de mi derecho a la libertad; es decir convertirme en esclavo. Estar libre de semejante coacción es lo único seguro para mi preservación, y la razón me ordena consi­derar enemigo de mi preservación a quien me arrebate la libertad que me protege. De manera que aquel que haga intento de esclavizarme se pone en estado de guerra contra mí. Aquel que, en estado de naturaleza, arrebatara la libertad que le es propia a cual­quiera que se encuentra en tal estado, necesariamente debe ser considerado como alguien que tiene intención de sacarle todas las otras cosas, pues la libertad es el fundamento de todo lo demás. De igual manera, aquel que, en estado de sociedad, arrebate la libertad que pertenece a los miembros de dicha sociedad o esta­do, debe ser tenido por alguien que se propone arrebatarles todo lo demás y así considerárselo en estado de guerra.
18. Esto hace que sea legal que un hombre mate a un ladrón que no le ha hecho el menor daño, ni ha declarado su intención de atentar contra su vida, sino que, haciendo uso de la fuerza, lo ha puesto bajo su poder para arrebatarle su dinero o lo que le plazca. Porque cuando alguien, haciendo uso de la fuerza, me pone bajo su poder sin tener derecho alguno para hacerlo, sea cual fuere su pretensión, no tengo razón para suponer que quien me arrebata mi libertad, cuando me tenga en su poder, no me quitará todo lo demás. Y, por lo tanto, es legal que yo lo trate como alguien que se ha puesto en estado de guerra conmigo, es decir, matándolo si puedo, pues a ese riesgo se expone con justicia quien introduce el estado de guerra y dentro de él es agresor.

CAPITULO IV
De la esclavitud

22. La libertad natural del hombre consiste en ser libre de cualquier poder superior sobre la tierra y en no estar sometido a la volun­tad o a la autoridad legislativa de hombre alguno, sino en tener sólo a la ley de la naturaleza como norma. La libertad del hombre en sociedad consiste en no estar sujeto a ningún poder legislativo sino aquel establecido por consentimiento en el seno del Estado, ni bajo el dominio de ninguna voluntad o la restricción de ley alguna, excep­to aquellas dictadas por el poder legislativo según la misión a él con­ fiada. La libertad, entonces, no es lo que sir Robert Filmer nos dice: "Una libertad para que cada uno haga lo que quiere, viva como le plazca y no esté atado por ninguna ley"; sino que la libertad de los hombres sometidos a un régimen de gobierno consiste en tener una norma para vivir según ella; norma común a todos los miembros de esa sociedad y hecha por el poder legislativo en ella establecido. Una libertad que me permita seguir mi propia voluntad en todas las cosas sobre las cuales la ley nada prescribe, no estar sometido ala voluntad inconstante, incierta, desconocida y arbitraria de otro hombre, pues la libertad natural consiste en no estar bajo otra res­tricción que la impuesta por la ley de la naturaleza.
El hecho de estar libre del poder absoluto y arbitrario es tan necesario y está tan estrechamente vinculado con la preservación del hombre que nadie puede renunciar a él sino renunciando a la vez a su preservación y vida. Pues un hombre, no teniendo poder sobre su propia vida, no puede por pacto o por su propio consen­timiento hacerse esclavo de nadie ni ponerse bajo el poder absolu­to y arbitrario de otro hombre que le quite la vida cuando le plaz­ca. Nadie puede otorgar más poder del que él mismo tiene, y quien no puede quitarse su propia vida no puede darle a otro poder sobre ella. Por cierto, cuando un hombre ha renunciado a su propia vida por causa de algún acto que merece la muerte, aquel que lo tiene en su poder puede demorarse en quitársela y emplearlo en su pro­pio servicio, con lo cual no le causa ningún daño. Pues, si el hom­bre encuentra que la penuria de su esclavitud supera el valor de su vida, está en su poder, resistiéndose a la voluntad de su amo, aca­rrearse la muerte que desea.
23. Esta es la perfecta condición de la esclavitud (the perfect condition of slavery), la cual no es otra cosa que el estado de guerra continuo entre un conquistador legítimo y un cautivo. Pues si se realiza un pacto entre ellos, y acuer­dan que se le conceda un poder limitado a uno de ellos y se exija obediencia del otro, el estado de guerra y esclavitud cesa en la medi­da en que el pacto se mantenga. Pues, como se ha dicho, ningún hombre puede mediante su acuerdo entregarle a otro aquello que no tiene en sí mismo: el poder sobre su propia vida.
Reconozco que entre los judíos, así como en otras naciones, encontramos que los hombres se vendían a sí mismos; pero está claro que sólo era para hacer trabajos serviles, no para ser esclavos. Pues es evidente que la persona vendida no estaba bajo un poder absoluto, arbitrario y despótico, ya que el amo no tenía el poder de matarlo en cualquier momento, y después de cierto tiempo estaba obligado a liberarlo de su servicio; y el amo de tal siervo estaba tan lejos de tener un poder arbitrario sobre su vida que no podía siquie­ra mutilarlo a su gusto, pues si el siervo perdía un ojo o un diente, quedaba en libertad (Éxodo, 21).
CAPITULO VII
De la sociedad política o civil

77. Dios, al hacer del hombre una criatura que, según Su pro­pio juicio, no era bueno que estuviera sola, lo puso bajo fuertes obli­gaciones de necesidad, conveniencia e inclinación, que lo llevaron a vivir en sociedad, así como lo dotó del entendimiento y el lenguaje para continuar y disfrutar de dicha sociabilidad. La primera sociedad fue la del hombre y la mujer, que dio origen a la que se daentre padres e hijos, a la cual, en su momento, se sumó la sociedad entre amo y siervo. Y aunque todas éstas pueden reunirse, y por lo general lo hicieron, formando una sola familia, donde el amo y señor o el ama y señora ejercía cierto tipo de autoridad familiar propia, cada una de éstas, o todas juntas, no llegaban a ser una “sociedad política”, como veremos si consideramos los diferentes fines, lazos y vínculos de cada una de ellas.
La sociedad conyugal se forma mediante un pacto volunta­rio entre hombre y mujer. Y aunque consiste principalmente en una comunión de cuerpos y en el derecho recíproco al cuerpo del cón­yuge para alcanzar su fin principal, la procreación, también impli­ca el mutuo apoyo y ayuda, así como una comunión de intereses, necesaria no sólo para unir su cuidado y afecto, sino también parala crianza de sus retoños en común, quienes tienen derecho de ser alimentados y mantenidos por los padres hasta que sean capaces de valerse por sí mismos.
Como el fin de la unión entre macho y hembra no es sólo la procreación sino la continuación de la especie, esta unión entre hombre y mujer debe durar después de la procreación, y tanto tiem­po como sea necesario para el alimento y el sustento de los pequeños, que han de ser mantenidos por quienes los engendraron hasta que sean capaces de independizarse y valerse por sí mismos. Esta regla, que el Hacedor infinitamente sabio ha impuesto a todo lo que es obra suya, vemos que también la obedecen rigurosamente las criaturas inferiores. En los animales vivíparos que se alimentan de pasto, la unión entre macho y hembra no dura mas allá del acto mismo de copulación, pues como la ubre de la madre es suficien­te para alimentar a la cría hasta que sea capaz de alimentarse de pasto, el macho sólo engendra, pero no se preocupa por la hembra o la cría, a cuyo sustento en nada puede contribuir. Pero entre las bestias de presa la unión dura más, porque al no ser la madre capaz de subsistir por sí misma y alimentar a sus numerosos retoños sólo con lo que caza -una forma de vida más difícil y también más peli­grosa que la de alimentarse de pasto-, la ayuda del macho es nece­saria para el mantenimiento de la familia, cuyas crías no pueden subsistir sin la asistencia conjunta del macho y la hembra hasta que sean capaces de cazar por sí mismas. Lo mismo se observa en todas las aves (excepto en algunas domésticas, que disponen de abun­dancia de comida, lo cual excusa al gallo de aumentar y hacerse cargo de los pollitos), cuyas crías, al necesitar que les traigan comi­da al nido, hacen que el padre y !a madre deban permanecer uni­dos hasta que los pequeños sean capaces de usar sus alas y valerse por sí mismos.
80. Y en esto, me parece, radica la razón principal, sino la única, por la cual, entre los humanos, el macho y la hembra están desti­nados a una unión más larga que las demás criaturas: porque la hem­bra es capaz de concebir y, de facto, por lo común concibe de nuevo y da a luz una nueva criatura mucho antes de que la primera esté exenta de la dependencia de sus padres, necesite de su ayuda y pueda valerse por sí misma. Por eso cuenta con toda la ayuda de sus padres y el padre, que está obligado a hacerse cargo de los hijos que ha engendrado, tiene el deber de continuar en sociedad conyugal con la misma mujer más tiempo que otras criaturas, cuyas crías, al ser capaces de subsistir por sí mismas antes de que vuelva el tiempo de la procreación, hacen que el vínculo conyugal se disuelva pronto. Y así macho y hembra están en libertad hasta que Himeneo, en su acostumbrada temporada anual, vuelve a convocarlos para que eli­jan nuevas parejas. Considerando esto, uno no puede sino admirar la sabiduría del gran Creador, quien, al haberle dado al hombre la capacidad de prever el futuro y de suplir la necesidad presente, ha hecho necesario que la sociedad de hombre y mujer sea más per­durable que la del macho y la hembra de otras especies. Así su labo­riosidad se puede fomentar y su interés conjugarse, a fin de hacer provisión y acumular bienes para su uso común, cosa que se vería poderosamente perturbada si la sociedad conyugal fuera inestable o de fácil y frecuente disolución.
Mas, a pesar de estas ataduras que pesan sobre el género humano -haciendo más firmes y perdurables los vínculos conyuga­les en el hombre que en las otras especies de animales-, podríamos preguntarnos por qué este pacto, en el cual la procreación y la edu­cación están aseguradas y se cuida la herencia, no puede cancelarse, sea por consentimiento mutuo o después de que ha transcurri­do un cieno tiempo o se han dado ciertas condiciones, como ocu­rre con cualquier otro pacto voluntario que, ni por la naturaleza del pacto ni por sus fines, es necesariamente vitalicio. Lo que quiero decir es que este tipo de contratos no está regulado por ley positiva alguna que ordene que deban ser perpetuos.
Pero el marido y la mujer, aunque tengan una preocupación en común, desde e! momento en que tienen entendimientos diferentes, a veces inevitablemente también tendrán voluntades diferentes. Por lo tanto es necesario que la última decisión, es decir, el derecho de gobierno, deba recaer en alguno de los dos. Y natural­mente recae en el hombre, por ser el más capaz y el más fuerce. Pero esto, al ser sólo aplicable a las cosas referidas a sus intereses y su pro­piedad en común, deja a la esposa en pieria y real posesión de lo que por contrato es un derecho peculiarmente suyo, y no le da al mari­do más poder sobre la vida de la mujer que el que tiene ella sobre la vida de él. El poder del marido está tan lejos de ser el de un monar­ca absoluto, que la esposa, en muchos casos, tiene libertad de sepa­rarse de él cuando el derecho natural o el contrato establecido lo permiten, se haya hecho tal contrato en estado de naturaleza o según las costumbres o las leyes del país donde viven. Y los hijos, tras dicha separación, quedan bajo custodia del padre o de la madre, según lo haya determinado el contrato.
83. Como todos los fines del matrimonio deben obtenerse tanto bajo un gobierno político como en el mero estado de naturaleza, el magistrado civil no puede limitar el derecho o poder de ninguno de los dos cónyuges que es naturalmente necesario para alcanzar tales fines, a saber: la procreación, el apoyo y la ayuda mutua mien­tras están juntos, sino que sólo decide cualquier controversia que se plantee entre hombre y mujer. Si fuera de otra manera, y la abso­luta soberanía y poder de vida y muerte perteneciera naturalmente al marido y fueran necesarios para la sociedad entre el hombre y la mujer, no podría haber matrimonio en ninguno de los países donde al marido no se le permite ese tipo de autoridad absoluta. Pero como los fines del matrimonio no requieren semejante poder en el mari­do, la condición de la sociedad conyugal no le da dicho poder pues no es éste necesario en tal estado. Mas todo lo que sea conforme a la procreación y al sustento de los hijos hasta que puedan valerse por si mismos -asistencia mutua, consuelo y mantenimiento- puede variarse y regularse por el contrato que primero los unió en esa socie­dad. Pues nada es necesario en sociedad alguna que no sea necesario para alcanzar los fines para los cuales está hecha.
84. La sociedad entre padres e hijos, y los diferentes derechos y poderes que pertenecen respectivamente a cada uno de ellos, es asun­to que he tratado con tanta amplitud en el capítulo anterior, que no tengo necesidad de decir aquí nada sobre el particular, y me pare­ce evidente que este tipo de sociedad es muy distinto de una socie­dad civil.
85. Amo y siervo son nombres tan viejos como la historia, pero se ha dado a individuos de muy diferente condición. Pues un hom­bre Ubre se convierte en siervo de otro vendiéndole, por un cierto tiempo, el servicio que se compromete a hacer a cambio de un sala rio que ha de recibir. Y aunque, por lo común, esta condición lo introduce en la familia de su amo y lo somete a la disciplina ordi­naria que allí impera, sólo le da al amo un poder pasajero sobre él, y exclusivamente dentro de los límites del contrato establecido entre ambos. Pero hay otro tipo de siervos a los que llamamos esclavos, quienes, por ser cautivos tomados en una guerra justa, están, por derecho natural, sometidos al dominio absoluto y el poder arbitra­rio de sus amos. Como he dicho, al haber renunciado estos hom­bres a su vida y, junto con ella, a sus libertades, y habiendo perdi­do sus bienes al pasar a un estado de esclavitud, no son capaces de tener propiedad alguna y no pueden ser considerados parte de la sociedad civil, cuyo fin principal es la preservación de la propiedad,
86. Por lo tanto, consideremos a un padre de familia en relación con todos sus subordinados -esposa, hijos, siervos y esclavos- uni­dos bajo la regla doméstica de la familia. Esta unidad, a pesar del parecido que pueda tener en su jerarquía, una monarquía y al pater familias el monarca absoluto de ella, la monarquía absoluta tendría un poder muy quebradizo y breve, pues queda claro, por lo que se ha dicho antes, que el señor de la fami­lia tiene un poder muy específico y limitado, tanto en lo que res­pecta a su duración como a su alcance sobre las muchas personas que están en el seno de la familia. Pues, excepto en el caso del escla­vo -y la familia sigue siendo tal y el poder del pater familias igual­mente grande haya o no esclavos en ella-, no tiene poder legislati­vo sobre la vida y la muerte de ninguno de sus miembros, ni tam­poco más que el que la señora de la familia puede ejercer con idén­tico derecho. Y por cierto, no puede tener poder absoluto sobre toda la familia quien no tiene sino un poder limitado sobre cada uno de los individuos que la constituyen. Pero en qué sentido una familia, o cualquier otra sociedad humana, difiere de la que es propiamen­te una sociedad política lo veremos mejor considerando en que con­siste la sociedad política misma.
87. Al nacer el hombre, como lo hemos demostrado, con dere­cho a la libertad perfecta y a disfrutar sin límites de todos los dere­chos y privilegios que te otorga la ley de la naturaleza, y en igual medida que cualquier otro hombre o grupo de hombres en el mundo, tiene por naturaleza el poder no sólo de preservar su propiedad -es decir, su vida, libertad y bienes- contra las injurias y atentados de otros hombres, sino de juzgar y castigar las transgresiones a esa ley cometidas por otros hombres, en el grado que la ofensa lo merez­ca; incluso podrá aplicar la pena de muerte en crímenes donde lo abominable del hecho, en su opinión, así lo requiera. Pero como ninguna sociedad política puede existir ni subsistir sin tener en sí misma el poder de preservar la propiedad y, a fin de lograrlo, el de castigar las ofensas de todos los miembros de esa sociedad, única y exclusivamente habrá una sociedad política allí donde cada uno de los miembros haya renunciado a su poder natural y lo haya dejado en manos de la comunidad en todos aquellos casos en que no esté imposibilitado para pedir la protección de la ley establecida por la comunidad. Y así, al estar excluido todo juicio privado de cada miembro en particular, la comunidad pasa a ser el árbitro que deci­de según las normas y reglas establecidas e imparciales, aplicables a todos, y administradas por hombres autorizados por la comunidad para que las ejecuten. Así, decide todas las diferencias que puedan surgir entre los miembros de esa sociedad en cuestiones de derecho, y castiga aquellas ofensas que cualquier miembro haya cometido contra la sociedad, con las penas que la ley ha establecido.
Guiándonos por esto, es fácil discernir quiénes constituyen una sociedad política y quiénes no. Aquellos que están unidos en un cuerpo y tienen una ley común establecida y una judicatura a la cual apelar, con autoridad para decidir las controversias entre ellos y cas­tigar a los ofensores, forman entre sí una sociedad civil. Pero aque­llos que carecen de una autoridad común a la cual apelar -me refie­ro a una autoridad terrenal- continúan en estado de naturaleza, donde cada uno -por falta de otra persona- es juez y ejecutor en sí mismo, lo que equivale, como lo he mostrado antes, a estar en per­fecto estado natural.
88. Y así el Estado se origina mediante un poder que establece qué castigo se impondrá a las diversas transgresiones que considera merecedoras de tal, cometidas por los miembros de esa sociedad. Este es el poder de hacer leyes, al que debe sumarse el poder de cas­tigar cualquier injuria inferida a alguno de sus miembros por alguien que no pertenezca ella. Este es el poder de hacer la guerra y la paz. Ambos poderes se encaminan a la preservación de la propiedad de todos los miembros de esa sociedad tanto como sea posible. Mas aunque todo hombre que ha entrado a formar parte de una socie­dad haya abandonado su poder de castigar las ofensas contra la ley natural según se lo dicte su juicio personal, ocurre que, junto con el poder de juzgar las ofensas que ha cedido al poder legislativo en todos aquellos casos en que puede apelar al magistrado, también le ha cedido al estado el derecho de emplear su propia fuerza personal para la ejecución de los juicios del Estado en todos los casos en que se recurra a él. Estos juicios del Estado, ciertamente, son sus pro­pios juicios, sean hechos por él mismo o formulados por su repre­sentante. Y aquí tenemos el origen del poder legislativo y ejecutivo de la sociedad civil, poder que consiste en juzgar, mediante las leyes en vigencia, hasta qué punto han de castigarse las ofensas cuando se cometen dentro del Estado, y también determinar, mediante jui­cios ocasionales fundados en las circunstancias presentes del hecho, hasta qué punto las injurias procedentes de afuera han de ser ven­gadas. Y en estos dos casos, emplear toda la fuerza de todos los miem­bros del cuerpo social cuando sea necesario.
89. Por lo tanto, toda vez que cualquier número de hombres esté así unido en una sociedad, de modo tal que cada uno haya renunciado al poder ejecutivo que tiene por ley natural y lo haya cedido al poder público, entonces, y sólo entonces, hay una socie­dad política o civil. Y esto se cumple cada vez que un grupo de hombres, en estado de naturaleza, entra en sociedad para formar un solo pueblo, un solo cuerpo político bajo un único gobierno supremo. O también, cuando alguien se une y se incorpora a un gobierno ya establecido. Pues en este caso autoriza a la sociedad, o lo que es lo mismo, al poder legislativo, a hacer leyes por él según lo requiera el bien común de la sociedad, a cuya ejecución debe comprometer su propia ayuda, en el grado que le sea posible. Y esto pone a los hombres fuera del estado de naturaleza y los incor­pora a un Estado: el hecho de establecer un juez terrenal con auto­ridad para decidir todas las controversias y castigar las injurias que puedan afectar a cualquier miembro del Estado, y dicho juez es el poder legislativo o los magistrados designados por él. Sin embargo, siempre que haya una agrupación de hombres, asociados de la forma que sea, que carezcan de un poder decisivo al cual apelar seguirán hallándose en estado de naturaleza.
90. Y de esto resulta evidente que la monarquía absoluta, que algunos hombres consideran el único tipo de gobierno del mundo es por cierto incompatible con la sociedad civil y excluye todo tipo de gobierno civil. Pues el fin de la sociedad civil es evitar y remediar aquellos inconvenientes del estado de naturaleza que necesariamente surgen de que todo hombre sea juez en su propia causa, estable­ciendo una autoridad conocida a la cual todos los miembros de la sociedad deben obedecer[62]. Dondequiera existan personas que no cuentan con una autoridad de ese tipo a la cual apelar, y que deci­da cualquier diferencia entre ellas, esas personas continúan en esta­do de naturaleza. Y en esa condición se halla todo príncipe absolu­to con respecto a quienes están bajo su dominio.
91. Pues al suponerse que ese príncipe absoluto tiene todo el poder en sí mismo, tanto el legislativo como el ejecutivo, no hay juez al cual recurrir y persona ante la cual nadie pueda apelar, que justa, imparcialmente y con autoridad decida y de cuya decisión puedan esperarse alivio y castigo de cualquier injuria o inconve­niente sufrido a causa del príncipe o por su orden. De manera que un hombre así, tenga el título que tenga, sea Czar, Grand Signior o como os guste, está a tal punto en estado de naturaleza respecto de quienes están bajo su dominio, como lo está respecto del resto de la humanidad. Pues dondequiera haya dos hombres que no tienen, sobre la tierra, ley vigente y juez común al cual apelar para la decisión de controversias de derecho entre ellos, estos hombres continúan en estado de naturaleza y sometidos a todos los inconvenientes que éste conlleva. La única y lamentable diferencia respecto del súbdito, o más bien esclavo, de un príncipe absoluto[63] es que mientras en el estado común de naturaleza él tiene la libertad de juzgar cuáles son sus derechos y de defenderlos en la medida de sus fuer­zas, ahora, siempre que su propiedad sea invadida por voluntad y orden de su monarca, no sólo no tiene ninguna apelación, como deberían tenerlo aquellos que viven en una sociedad, sino que, como sí estuviera degradado y no perteneciese ya al estado común de cria­tura racional, se le niega la libertad de juzgar o defender sus dere­chos, Y así se ve expuesto a todas las miserias y los inconvenientes que un hombre puede temer de otro que, hallándose en un estado de naturaleza sin límite alguno, además está corrompido por la adu­lación y armado de poder.
92, Pues aquel que piensa que el poder absoluto purifica la san­gre de los hombres y corrige la bajeza de la naturaleza humana, sólo tiene que leer la historia de esta o cualquier otra época, para con­vencerse de lo contrario. El hombre que hubiera sido insolente y ofensivo en las selvas de América, probablemente no sería mucho mejor en un trono, donde tal vez incluso se encontraran las razo­nes de sapiencia y de religión para justificar todo el daño que hicie­ra a sus súbditos, y la espada al punto silenciaría a todos aquellos que osaran cuestionarlo. Respecto de qué protección ofrece la monarquía absoluta, en qué tipo de padres de sus países convierte a los príncipes absolutos y qué grado de felicidad y seguridad aporta a la sociedad civil cuando este tipo de gobierno ha llegado a la perfec­ción, podrá responderlo con facilidad quien considere lo que últi­mamente se cuenta de Ceilán.
93. En las monarquías absolutas, por cierto, así como en otros gobiernos del mundo, los súbditos pueden apelar a la ley y los jue­ces deciden cualquier controversia y ponen límite a cualquier vio­lencia que pueda darse entre ellos. Esto es algo que todos conside­ran necesario y, si alguien pensase lo contrario, merecería ser consi­derado enemigo declarado de la sociedad y del género humano. Pero cabe dudar que ello siempre se deba a un verdadero amor por la humanidad y la sociedad y a la caridad con que debemos tratarnos los unos a los otros. Pues no es más que lo que cualquier hombre, que ama su propio poder, beneficio o grandeza, pueda y deba natu­ralmente hacer: evitar que los animales que trabajan y se esfuerzan para darle placer y beneficio se lastimen o destruyan entre sí. Y así el amo los cuida no por el amor que siente por ellos, sino por amor a sí mismo, y por el beneficio que le aportan. Pues si preguntamos qué seguridad, qué protección hay en un estado así contra la vio­lencia y la opresión ejercida por el gobernante absoluto, la propia pregunta apenas se podrá sostener. Esos monarcas le dirán a quien preguntara que merece la muerte el mero hecho de preguntar por la seguridad. Concederán que, entre un súbdito y otro, debe haber reglas, leyes y jueces para su paz y seguridad mutuas; pero en lo que se refiere al gobernante, éste debe ser absoluto y está por encima de tales circunstancias, pues como tiene el poder de hacer más daño y más mal, está en su derecho cuando lo hace. Preguntar cómo uno puede resguardarse del daño o la injuria provenientes de quien tiene mayor poder para causar esos males, es ya estar predicando la disi­dencia y la rebelión. Como si cuando los hombres, al dejar el esta­do de naturaleza y entrar en sociedad, acordaran que todos ellos menos uno deberían estar bajo los límites de las leyes, y que ése retie­ne toda la libertad del estado natural, aumentada con el poder y convertida en licenciosa por la impunidad. Esto es pensar que los hombres son tan tontos que se preocupan por evitar codos los daños que les pueden hacer los gatos monteses y los zorros, pero no les preocupa, más aún, piensan que es seguro, ser devorados por los leones.
94. Pero, por más que los aduladores hablen para distraer el enten­dimiento de la gente, ello no impide que los hombres se den cuen­ta de las cosas. Y cuando perciben que un hombre, en el estado que sea, está fuera de los límites de la sociedad civil de la que ellos for­man parte, y que no tienen apelación, en este mundo, contra cual­quier daño que éste pueda inferirles, es probable que se sientan en estado de naturaleza en relación con él, el cual sin duda se halla en dicho estado. Y tan pronto como puedan procurarán protegerse bajo la seguridad de la sociedad civil, motivo por el cual ésta fue ante todo instituida y en virtud de la cual entraron en ella. Y, por lo tanto, a pesar de que al principio -como mostraremos más en detalle a con­tinuación, en la parte siguiente de este discurso- a algún hombre bueno y excelente, al tener preeminencia sobre los demás, se le con­cedió, como deferencia a su bondad y virtud, este tipo de autoridad natural, delegándose en sus manos el poder de arbitrar en las dife­rencias de los otros hombres, sin ninguna precaución excepto la seguridad que daban su rectitud y sabiduría, sin embargo, cuando el tiempo dio autoridad y -como algunos hombres se empeñarán en convencernos- santidad a las costumbres que se habían iniciado en épocas primitivas como resultado de la inocencia negligente e imprevisora de las gentes, aquellos jefes naturales fueron sucedidos por hombres de otra calaña y las cosas cambiaron.
El pueblo, al no encontrar sus propiedades seguras bajo el gobier­no como entonces se ejercía[64] -a pesar de que el gobierno no tiene otra finalidad que preservar la propiedad-, reparó en que nunca podría estar seguro, ni descansar, ni considerarse parte de una socie­dad civil, hasta que el poder legislativo estuviera delegado en cuer­pos colectivos de hombres, llámense senado, parlamento o lo que sea, en virtud de los cuales cada persona individual fuera súbdito, al igual que otros hombres de más baja condición, de esas leyes que él mismo, como parte del poder legislativo, había establecido. Tampoco podía nadie, por su propia autoridad, evitar la fuerza de la ley, una vez establecida, ni por ningún pretexto de superioridad pedir exención, a fin de tener licencia para cometer malos actos o para que cualquiera de sus dependientes los cometiera. Pues nin­gún hombre incluido en la sociedad civil puede ser eximido de las leyes que la rigen. Pero si cualquier hombre pudiera hacer lo que le parece bien y no hubiera apelación terrenal para protegerse o ase­gurarse contra cualquier daño que ese hombre pudiera hacer, me pregunto si ese individuo no permanecería en perfecto estado de naturaleza y, en consecuencia, estaría excluido de la sociedad civil. Sería así, a menos que alguien dijera que el estado de naturaleza y la sociedad civil son una y la misma cosa, lo que nunca hasta ahora he visto que se afirmara, ni siquiera por parte de los grandes defen­sores de la anarquía.[65]

CAPITULO VIII
Del origen de las sociedades políticas


95. Al ser los hombres, como se ha dicho, libres por naturaleza, iguales e independientes, nadie puede ser sacado de este estado y sometido al poder político de otro sin su propio consentimiento, lo que se hace mediante acuerdo con otros hombres, a fin de unirse en una comunidad para vivir cómodos, seguros y en paz los unos con los otros, en un sereno disfrute de sus propiedades y protegi­dos contra cualquiera que no forme parte de ella. Esto puede hacer­lo cualquier grupo de hombres, porque no lesiona la libertad de los demás; se los deja, por así decirlo, en la libertad del estado de natu­raleza. Cuando un grupo de hombres ha consentido en hacer una comunidad o gobierno, quedan de inmediato incorporados y for­man un cuerpo político, en el cual la mayoría tiene el derecho de actuar y decidir en nombre de los demás.
96. Pues, cuando un número cualquiera de hombres ha forma­do, por el consentimiento de cada individuo, una comunidad, por ese mismo acto ha constituido un solo cuerpo, con el poder de actuar corporativamente, lo cual sólo se consigue por la voluntad y deter­minación de la mayoría. Porque, como lo que hace actuar a cual­quier comunidad es sólo el consentimiento de los individuos que forman parte de ella y, por ser un cuerpo, debe moverse en un mismo sentido, es necesario que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleva la fuerza mayor, que es el consentimiento de la mayoría. Si así no fuera, resultaría imposible que actuara o siguiera siendo un cuerpo, una comunidad, tal y como acordó que fuera el consentimiento de cada individuo que se unió a ella. Y así, cada uno está obligado, en vir­tud de ese consentimiento, a ser conducido por la mayoría. Vemos, por lo tanto, que en las asambleas que tienen el poder de actuar por leyes positivas, cuando ningún número fijo ha sido establecido por esa ley que les da poder, el acto de la mayoría se toma como el acto de la totalidad, y desde luego tiene capacidad de decisión como si tuviera, por la ley de la naturaleza y la razón, el poder de la totali­dad.
97. Y así cada hombre, al consentir con otros en formar un cuer­po político bajo un solo gobierno, se pone a sí mismo bajo la obli­gación, que rige para todos y cada uno de los miembros de esa socie­dad, de someterse a la determinación de la mayoría y a ser condu­cido por ella. Si así no fuera, este pacto original, por el cual un indi­viduo junto con otros se incorpora a una sociedad, nada significa­ría y no habría pacto alguno si se lo dejara libre y sin más lazos que los que tenía antes en el estado de naturaleza. Pues, ¿qué visos de pacto tendría eso? ¿Qué nuevo compromiso existiría si no se some­tiera a ningún decreto de la sociedad que él mismo pensó adecua­da y a la cual concretamente dio consentimiento? Esto implicaría un grado de libertad tan grande como la que tenía antes del pacto, igual a la de cualquier otro hombre en estado de naturaleza, que sólo se somete y consiente aquellas decisiones que considera con­venientes.
98. Pues si el consentimiento de la mayoría no fuera recibido racionalmente como el acto de la totalidad, con validez para con­ducir a cada individuo, sólo el consentimiento de todos y cada uno de los individuos podría hacer que algo se considerase decisión de la totalidad. Ese consenso absoluto es casi imposible de obtener si consideramos que las enfermedades y las ocupaciones inevitable­mente impiden que estén todos presentes en una asamblea públi­ca, aunque el número de hombres que la componen sea mucho menor que el de los que forman un Estado. Habría que agregar a esto, también, la variedad de opiniones y diversidad de intereses, inevitablemente se dan en todo grupo humano. Y, por lo tanto, si el ingreso en la sociedad se estableciera en esos términos, sería igual que cuando Catón entraba en el teatro, tantum ut exiter, para salir a continuación. Una constitución así haría del poderoso Leviatán una criatura de menor duración que las más débiles, y no logra­ría vivir siquiera un día, cosa que no puede suponerse dado que no podemos pensar que las criaturas racionales desearan y constituye­ran sociedades sólo para disolverlas. Pues si en un cuerpo político la mayoría no pudiese conducir al resto, dicho cuerpo no podría actuar como tal y, en consecuencia, se disolvería nuevamente de inmediato.
99. Quienquiera, entonces, que hallándose en estado de natu­raleza se incorpore a una comunidad, debe comprender que lo hace entregando a la mayoría de la comunidad todo el poder necesario a los fines para los cuales se constituye la sociedad, a menos que expresamente acuerden un número más grande que la simple mayo­ría. Y esto se hace por el mero hecho de sumarse a una sociedad política, el único pacto existente o que debe existir entre los indivi­duos que se unen para formar un Estado. Y así, aquello que origi­na y de hecho constituye cualquier sociedad política no es sino el consentimiento de una pluralidad de hombres libres que aceptan la regla de ¡a mayoría, para unirse e incorporarse a tal sociedad. Y es esto, y sólo esto, lo que dio origen o pudo darlo a cualquier gobier­no legítimo del mundo.
100. A esto, que yo sepa, se han hecho dos objeciones:
1. Que no se encuentran ejemplos en la historia de una agrupación de hombres independientes e iguales entre sí, que se reunieran de esta forma para iniciar y establecer un gobierno.
2. Que es imposible que los hombres tengan derecho a hacerlo, porque todos los hombres, al haber nacido bajo un gobierno, deben someterse a él y no tienen libertad para iniciar uno nuevo.
101. A la primera objeción respondo lo siguiente: que en absoluto debe extrañarnos que la historia nos dé escasa cuenta de hom­bres que vivieron juntos en estado de naturaleza. Los inconvenien­tes de esa condición, así como el deseo y la necesidad de asociarse, muy pronto hicieron que muchos se unieran, pero se unían e incor­poraban si estaban dispuestos a permanecer juntos. Y si podemos suponer que los hombres nunca estuvieron en estado de naturale­za porque no sabemos mucho de ellos en tal estado, igualmente podemos suponer que los soldados de los ejércitos de Salmanasar o de Jerjes nunca fueron niños, pues oímos hablar muy poco de ellos hasta que fueron hombres y se alistaron en el ejército. El gobierno en todas partes antecede a los documentos, y pocas veces las letras se dan en un pueblo hasta que un largo período de sociedad civil, sirviéndose de otras artes más necesarias, ha cubierto su seguridad, sosiego y abundancia. Y entonces los ciudadanos empiezan a preo­cuparse por la historia de sus fundadores y a indagar su origen, cuan­do han perdido memoria de ellos. Pues ocurre lo mismo con los Estados que con las personas particulares: por lo común ignoran todo lo relativo a su propio nacimiento e infancia, y si saben algo de ellos, es porque lo buscan en los registros accidentales que otros han dejado. Y los datos que tenemos acerca del comienzo de cual­quier régimen político del mundo, excepto el del pueblo judío,donde el propio Dios intervino directamente y que en absoluto favo­rece el dominio paternal, son ejemplos claros del tipo de comienzo que he mencionado, o por lo menos muestran signos manifiestos que apuntan a él.


135. Aunque el poder legislativo, esté depositado en una o más personas, esté siempre en vigencia o sea ejercido sólo a intervalos, sea el poder supremo de todo Estado, ocurre que:
Primero, no es, ni puede ser, ejercido de manera absoluta y arbi­traria sobre las vidas y fortunas de la gente. Pues al ser sólo el poder conjunto de cada miembro de la sociedad entregado a la persona o asamblea que legisla, no puede llegar a ser mayor del que esas per­sonas tenían en el estado de naturaleza antes de que entraran en sociedad y lo entregaran a la comunidad. Pues nadie puede trans­ferir a otra persona más poder del que tiene en sí mismo, y nadie tiene un poder absoluto y arbitrario sobre sí o sobre cualquier otra persona, que le permita destruir su propia vida o quitar la vida o la propiedad de otro. Un hombre, como se ha demostrado, no puede someterse al poder arbitrario de otro y al no tener, en estado de natu­raleza, poder arbitrario sobre la vida, libertad o posesión de otro, sino sólo tanto cuanto la ley natural le daba para la preservación de sí mismo y del resto de la humanidad, esto es todo lo que entrega o puede entregar al Estado y, a través de él, al poder legislativo; de manera que el poder legislativo no puede tener más que esto. Su poder en los máximos extremos, está limitado al bien público de la sociedad.[66]
Es un poder que no tiene otro fin que la preservación y, por lo tanto, nunca puede implicar el derecho a destruir, esclavizar o deli­beradamente empobrecer a los súbditos; las obligaciones de la ley natural no cesan en la sociedad, sino que en muchos casos se hacen más estrictas y se les agregan, en virtud de las leyes humanas, casti­gos conocidos para hacer que se las observe más rigurosamente. Las reglas que aquellos dictan para las acciones de otros hombres deben, tanto para sus propias acciones como para las de otros hombres, ser conformes a la ley de la naturaleza, es decir, a la voluntad de Dios, de la cual dicha ley es manifestación, y como la ley fundamental de la naturaleza es la preservación de la humanidad, ninguna sanción humana puede ser buena o válida si va en contra de ella.
GUÍA DE PREGUNTAS:

1. Defina el “poder político”. 2. Defina el “estado de naturaleza”. 3. ¿Cómo la obligación de amar al prójimo se fundamenta en el principio de igualdad? 4. Defina y diferencie la “libertad” y la “licencia”. 5. ¿Por qué, para Locke, tanto el suicidio como el asesinato son ilícitos e injustificables en el estado de naturaleza? 6. ¿De dónde extrae su autoridad la ley natural? ¿Cómo se conoce la ley natural? 7. ¿Cómo se justifica el derecho a “matar a un asesino” en el estado de naturaleza? 8. ¿Qué responde Locke a las objeciones contra la doctrina que sostiene que todos los hombres tienen derecho a castigar las trasgresiones de la ley natural? 9. ¿Cómo se responde a la objeción que afirma que el estado de naturaleza no existió nunca? 10. ¿Qué es el estado de guerra? ¿Cómo se relaciona el estado de guerra y el poder absoluto? 11. Defina la libertad natural y la libertad civil. 12. Defina la esclavitud. 13. Caracterice las relaciones entre marido y mujer y entre padres e hijos, diferenciándolas de las relaciones políticas o civiles. 14. ¿Cómo se origina el Estado y cuál es su poder legítimo? 15. ¿Por qué razones la monarquía absoluta es incompatible con la sociedad civil? 16. Señale los argumentos que desarrolla Locke contra la monarquía absoluta. 17. “El gobierno no tiene otra finalidad que preservar la propiedad”. Explique esta tesis de Locke y compárela con la posición de Hobbes. 18. Explique porqué no se ingresa a la sociedad civil si no es por consentimiento. 19. ¿Cuáles son los fines de la sociedad civil? 20. ¿Cuál es el criterio para la toma de decisiones respecto de lo común en la sociedad civil?

NOTAS:

[1] Locke, J.: Segundo ensayo sobre el gobierno civil, Buenos Aires, Editorial La Página - Editorial Losada, 2003, § 2, p. 6.
[2] Locke, J.: 2003, § 4, p. 7.
[3] El «estado de naturaleza» no es una época histórica, ni un supuesto estadio prehistórico, ni una mera abstracción. El concepto de estado de naturaleza busca determinar los caracteres esenciales de la naturaleza humana, independientemente de sus particularidades y deformaciones histórico-sociales. Las críticas realizadas a este concepto después de Hegel y Marx dan en el blanco cuando destacan que tanto Hobbes como Locke proyectan en él caracteres específicos de su propio tiempo histórico. Horkheimer sintetiza estas objeciones como sigue: “No toma en consideración que los elementos psíquicos y físicos que determinan la estructura de la naturaleza humana son parte integrante de la realidad histórica, y por ello no deben ser tomados como entidades rígidas, invariables, que de una vez para siempre pudieran fijarse como último factor explicativo” (Horkheimer, M.: 1982, p. 38).
[4] “Allí donde hay seres creados –escribe Locke- capaces de regirse por la ley, si no hay ley no hay libertad” (Locke, J.: 2003, capítulo 6, § 57, p. 43).
[5] Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 6, p. 8.
[6] “Las obligaciones de la ley de naturaleza se enuncian de dos maneras.” (Goldwin, R.: 1993, p. 457).
[7] Hobbes, Th.: Leviatán, Madrid, Editora Nacional, 1979, p. 228.
[8] Taylor, Ch.: 1985, 2, p. 319.
[9] Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 4, p. 7.
[10] Hobbes, Th.: 1979, p. 228. Énfasis nuestro.
[11] Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 6, p. 9.
[12] “Pues la ley de la naturaleza sería vana, al igual que todas las otras leyes que en este mundo conciernen a los hombres, si no hubie­se nadie que, en el estado de naturaleza, tuviera poder para ejecu­tar esa ley, protegiendo así a los inocentes y poniendo límites a los ofensores”. (Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 6, p. 9).
[13] Ibídem.
[14] Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 11, p. 12.
[15] Locke, J.: 2003, capítulo 3, § 19, pp. 17-18. Más adelante agrega: “Siempre que haya un número de hombres, asociados de la forma que sea, que carezcan de un poder decisivo al cual apelar, seguirán hallándose en estado de naturaleza” (Locke, J.: 2003, capítulo 7, § 89, p. 66).
[16] Locke, J.: 2003, capítulo 7, § 87, p. 64.
[17] Cf. Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 13, p. 13.
[18] “A esta extraña doctrina -es decir, que en el estado de natu­raleza cada hombre tiene el poder de ejecutar la ley natural- no dudo que se le objetará que no es razonable que los hombres sean jueces de sus propias causas; que el amor a sí mismos los hará parciales en su favor y en el de sus amigos. Y, por otro lado, que los defectos naturales, la pasión y la venganza los llevarán demasiado lejos en el castigo de los otros hombres, de lo que no surgirá nada más que confusión y desorden, y que por lo tanto Dios ha designado al gobier­no para restringir la parcialidad y la violencia de los hombres” (Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 13, p. 13).
[19] Hooker, R.: The Laws of Ecclesiastical Polity, I, 10, citado por Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 15, p. 15.
[20] “Quienquiera que haga uso de la fuerza sin derecho –y eso hace, dentro de la sociedad, quien la ejerce fuera de la ley- se pone en estado de guerra con aquellos contra los cuales emplea esa fuerza” (Locke, J.: 2003, capítulo 19, § 232, p. 171).
[21] Locke, J.: 2003, capítulo 3, § 16, p. 16.
[22] Locke, J.: 2003, capítulo 3, § 17, p. 17.
[23] Ibídem.
[24] Goldwin, R.: John Locke, en Strauss, L.-Cropsey, J.: Historia de la filosofía política, México, F.C.E., 1992, p. 455.
[25] Locke, J.: Segundo Ensayo sobre el gobierno civil, introducción, selección y notas de Ernesto Ponce, Ediciones Nuevomar, México, primera edición, 1984, capítulo IV, § 21, pp. 42-3. Locke, J.: 2003, capítulo 4, § 21, p. 20.
[26] “Según Foucault, las tecnologías de poder y los discursos constituyen fuerzas positivas, creadoras, y no medidas negativas, de prevención.”
“Si esto es así, ¿cómo explicar la extendida creencia de que el poder es algo que niega, se anticipa, reprime, previene? En una de sus numerosas entrevistas Foucault aporta una sugerente hipótesis para explicar la concepción del poder como algo negativo (Véase la importante entrevista “Truth and Power”, en Michel Foucault, Power/Knowledge: Selected Interviews and Other Writings, 1972-1977, compilado por Colin Gordon, Nueva York, Pantheon, 1980, pp. 109-33). El sistema jurídico occidental se desarrolló, dice, en el contexto del sistema monárquico. Cuando los reyes se establecieron como centros de poder encontraron la oposición sucesiva, y a veces concurrente, de la nobleza y la burguesía. La nobleza trató de recuperar los derechos y libertades que el monarca le negaba -como sucedió en la Carta Magna- y la burguesía generó un sistema jurídico que tenía como objetivo retacear, limitar y prevenir actos del monarca que resultaran nocivos para la instauración de una economía mercantil. El monarca evitó los conflictos privados entre aristócratas, y el derecho burgués abolió los abusos arbitrarios de la realeza. En ambos casos estaba en juego una concepción del poder como negativo o represivo. A lo largo de siglos, las prácticas y discursos acerca del poder lo han concebido sólo de esta manera. Pero como el poder es, en los hechos, positivo, la concepción de que es negativo opera como una ideología que enmascara su naturaleza real” (Poster, M.: Foucault, marxismo e historia. Modo de producción versus modo de información, traducción de Ramón Alcalde, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1987, pp.119-20).
[27] Locke, J.: 2003, capítulo 4, § 22, p. 22.
[28] Melossi, D.: 1992, p. 36. Según este autor, esta concepción de los derechos tiene sus raíces en dos fuentes tradicionales: 1) la tradición inglesa del derecho común que “consideraba que el poder «ascendía» desde abajo hacia arriba”; y 2) la tradición del derecho natural clásico.
Hay que destacar que, para Locke, la propiedad es un derecho natural, a diferencia de Hobbes que la consideraba histórica (derivada del pacto). También hay que mencionar que el hombre no es propietario de su vida ni de los productos de la tierra, sino de su actividad, de su trabajo. Es el trabajo la fuente de toda propiedad «privada» y, por lo tanto, de la riqueza.
[29] “Pues un hombre, no teniendo poder sobre su propia vida, no puede por pacto o por su propio consen­timiento hacerse esclavo de nadie ni ponerse bajo el poder absolu­to y arbitrario de otro hombre que le quite la vida cuando le plaz­ca” (Locke, J.: 2003, capítulo 4, § 22, p. 20).
[30] ¿Cómo puede concebirse la esclavitud como una condición perfecta? ¿Cómo puede concederse perfección a una condición ilegítima?
[31] Locke, J.: 2003, capítulo 4, § 23, p. 21.
[32] Goldwin, R.: 1993, pp. 457-58.
[33] Bobbio, N.: “Stato”, en Enciclopedia, vol. 13, Einaudi, 453-513, citado por Melossi.
[34] Locke, John (1690), Two treatises of government, Nueva York, The New American Library, 1965, II, p. 172, citado por Melossi.
[35] Locke, John (1690), Two treatises of government, Nueva York, The New American Library, 1965, II, p. 86, citado por Melossi.
[36] Locke, John (1690), Two treatises of government, Nueva York, The New American Library, 1965, II, p. 171, citado por Melossi.
[37] Melossi, D.: 1992, p. 37.
[38] Aunque Locke no lo explicita, se trata de la libertad de los propietarios, puesto que tiene que ser suficientemente fuerte como para enfrentar y delimitar al poder soberano. “Locke no veía contradicción alguna entre defender el gobierno de la mayoría y la salvaguarda de los derechos de propiedad. Para él, de hecho, la «mayoría» siempre significaba la mayoría de los miembros de la sociedad con plenos derechos. El nuevo orden político que diseñaba la construcción lockeana se basaba en aquellos individuos que eran hombres [varones], propietarios, ciudadanos del estado y cabezas de familia. Los grandes segmentos de la población que quedaban excluidos de la base social del nuevo orden no representaban ningún problema, en parte porque aún no habían presentado objeciones a esa organización jerárquica de la sociedad” (Melossi, D.: 1992, p. 38).
[39] Locke, J.: 1984, capítulo II, § 13, p. 38. Locke, J.: 2003, capítulo 2, § 13, p. 1.
“Ciertamente, la estrategia de «dominar las pasiones» tendía a prevalecer. Una de las opiniones políticas generalizadas, ya anunciadas por la filosofía de Locke, era que las pasiones humanas más feroces y destructivas se podían poner al servicio de la comunidad racional y ordenada, transformándolas o contraequilibrándolas mediante el principio del «interés» personal. La fábula de las abejas de Mandeville (1714), es quizá el producto intelectual más famoso sobre esta postura. Su ensayo sobre la forma de trabajar en los «vicios privados» para beneficio de las «virtudes públicas» (...) fue objeto de un desarrollo posterior en la metáfora de Smith sobre la «mano invisible» (1776). El acento que puso Montesquieu en el impacto «endulzante» del comercio, capaz de influir en el capricho cruel y egoísta del poder político absoluto, era sólo ligeramente distinto” (Melossi, D.: 1992, p. 39).
[40] Mouffe, Ch.: La radicalización de la democracia ¿moderna o postmoderna?, Buenos Aires, Revista Unidos, Año VI, N°22, Diciembre de 1990, pp. 178-79. Corchetes nuestros.
[41] Cfr. Taylor, Ch.: What's wrong with negative liberty, en Philosophical Papers 2: Philosophy and the Human Sciences, Cambridge University Press, New York-Melbourne, 1993, pp. 211-229.
[42] Simon Critchley advierte que para una concepción de la libertad negativa “se es libre cuando uno puede distanciarse de las instituciones sociales” (Ver Mouffe, Ch. (comp.): 1998, p. 57.
[43] Taylor, Ch.: 1993, p. 213. Cursivas nuestras.
[44] Taylor, Ch.: 1993, p. 213.
[45] “El poder no se tiene, sino que se ejerce”, dice Deleuze.
[46] Taylor, Ch.: 1993, p. 214.
[47] El concepto-ejercicio discierne las motivaciones: no somos libres si estamos motivados a frustrar nuestra autorrealización por el miedo, por modelos inauténticos internalizados o por una falsa conciencia. Se distingue lo que se quiere de lo que realmente se quiere, hacer la verdadera voluntad, perseguir los deseos de tu verdadero sí mismo. Taylor opina que es posible discernir los verdaderos deseos sin apoyarse en una concepción metafísica..
[48] Taylor, Ch.: 1993, p. 216.
[49] El pasaje de las concepciones negativas de la libertad a las positivas puede ser representado por dos pasos: 1) Se desplaza de la concepción de la libertad como “hacer lo que se quiere” a la que discrimina diversas motivaciones e identifica la libertad con “hacer lo que realmente se quiere”. 2) Introduce un cierta doctrina para mostrar que no se puede hacer lo que realmente se quiere fuera de una sociedad de una cierta forma que incorpora el «verdadero autogobierno». Se sigue de ello que sólo se puede ser libre en tal sociedad. La doctrina de Rousseau de la voluntad general y la de Marx del hombre como ser genérico que realiza sus capacidades en un modo de producción social, y que debe tomar control de este modo colectivamente, son ejemplos de este segundo paso.
[50] Taylor, Ch.: 1993, p. 224.
[51] Taylor, Ch.: 1993, p. 224.
[52] Taylor, Ch.: 1993, p. 227.
[53] Taylor, Ch.: 1993, p. 228.
[54] El poder político es el mando de un magistrado sobre los súbditos. Esta relación de mando y obediencia es esencialmente diferente de las otras relaciones señaladas y no puede ser confundida con ellas (RE). Las notas indicadas con (RE) pertenecen a Ricardo Etchegaray.
[55] Si bien Locke sostiene que todos los hombres son iguales y libres, de lo cual se deriva que toda forma de esclavitud es ilegítima y atenta contra la ley natural, reconoce que la esclavitud se da de hecho (RE).
[56] Todas estas formas de relaciones de poder son distintas aunque sean ejercidas por un solo hombre.
[57] Parece claro que Locke está pensando que se puede dar una esclavitud legítima en el Estado de derecho: en el caso de los criminales condenados. Por eso da el ejemplo de las galeras. (RE)
[58] Pareciera que la única función de las leyes es la regulación y preservación de la propiedad privada o común. Sin embargo, sostiene que la vida y la libertad son tanto o más esenciales que la propiedad (§6) y se niega expresamente que puedan ser consideradas propiedades de los individuos (RE).
[59] Richard Hooker (1554-1600). Eclesiástico de la Reforma y teólogo de la Iglesia Anglicana. Su obra más famosa -Of the Laws of Ecclesiastical Polity (De las leyes del gobierno eclesiástico)- es la que Locke cita a lo largo de todo el ensayo. (N. de la T.)
[60] Richard Hooker: The Laws of Ecclesiastical Polity.
[61] “El estado de naturaleza "no debe tolerarse", debido a "los males que forzo­samente se derivan de que los hombres sean jueces en sus propias causas". En el estado de naturaleza, "cada cual posee el poder ejecutivo de la ley na­tural" (§13), y aunque la ley natural es "inteligible y evidente para un ser racional y para un estudioso de esa ley" (§12), "sin embargo los hombres, llevados por su propio interés así como ignorantes por falta de un estudio de ella, se sienten inclinados a no aceptarla como norma que los obliga cuando se trata de aplicaría a sus casos particulares" (§124).
Si el poder ejecutivo de la ley, en un Estado cualquiera, estuviese en ma­nos de hombres ignorantes y tendenciosos que la aplicaran indebidamente en contra de otros y se negaran a aplicarla a sí mismos, ¿en qué sentido sig­nificativo diferirá la aplicación de la ley en tal estado del uso ilegal de la fuer­za? Locke ofrece muchos pasajes similares para apoyar la conclusión de que el estado de naturaleza puede a menudo ser indistinguible de un estado de guerra.
Pero esta conclusión parece ser incompatible con la anterior descripción del estado de naturaleza ("hombres que viven juntos conforme a la razón"), a menos que conservemos la posibilidad de que Locke estuviera instando a sus lectores a considerar la muy extraña doctrina de que la razón algunas veces exhorta a los hombres a matar a otros hombres. Asimismo, la conclu­sión parece contradecir la enseñanza de que según la ley de naturaleza "na­die debe hacer daño a otro en su vida, salud, libertad o posesiones" (§6). ¿Qué es entonces la ley de naturaleza y cuáles son las obligaciones que impone?
Las obligaciones de la ley de naturaleza se enuncian de dos maneras. Cada quien está obligado a conservar su propia vida, y cada quién "está" obligado a conservar la humanidad entera” (Strauss, L.-Cropsey, J. (comp.): Historia de la filosofía política, México, F. C. E., 1993, p. 457)
[62] "El poder público de toda sociedad está por encima de cada una de las almas contenidas en ella y el principal uso de ese poder es dar leyes a todos los que están bajo él, leyes que en tales casos debemos obedecer, a menos que haya una razón manifiesta que necesariamente demuestre que la ley de la razón o la ley de Dios mandan lo contrario. Hooker, Eccl Pol., 16.
[63] "Para eliminar las ofensas, injurias y malas acciones mutuas, es decir, todas aquellas que aquejan a los hombres en estado de naturaleza, no hubo otro cami­no que llegar a pactos y acuerdos entre ellos, estableciendo algún tipo de gobier­no público y sometiéndose a él a partir de ese momento, y dándole autoridad para regir y gobernar, en nombre de ellos, procurando así la paz, la tranquili­dad y la felicidad de todos. Los hombres siempre supieron que cuando se los violentaba y dañaba, podían defenderse por sí mismos. Sabían que, por mucho que los hombres pudieran buscar su propia comodidad, si ello se hacía con daño para otros, no se lo podía tolerar, sino que todos debían resistirse por todos los medios. Por fin, sabían que ningún hombre puede, según los dicta­dos de la razón, asumir por sí mismo la determinación de su propio derecho y según su propio juicio proceder al mantenimiento de éste, en la medida en que iodos los hombres son parciales, respecto de sí mismos y de aquellos a los que llenen gran afecto. Por lo tanto, las querellas y problemas serían incesantes, excepto que dieran su consentimiento común a ser gobernados por otros, res­pecto de los cuales deberían estar de acuerdo. Sin ese consentimiento no habría razón para que un hombre asumiese la responsabilidad de ser señor o juez de otro. Hooker, ibid. 10.
[64] "Al principio, cuando cierto tipo de régimen se estableció, es posible que nada se haya pensado para el futuro sobre reglamentaciones detalladas para gobernar, y todo le fuera permitido a la sabiduría y discreción de los que habí­an de gobernar, hasta que, por experiencia, descubrieron que esto era muy inconveniente para todas las partes, de manera que lo que habían pensado como remedio sólo terminó aumentando la herida que debería haber curado. Vieron que vivir sujetos a la voluntad de un solo hombre se convertía en la causa de la miseria de todos los hombres. Esto los obligó a establecer leyes por las cua­les todos los hombres pudieran conocer su deber de antemano y supieran los castigos que se derivarían de transgredirlas." Hooker, Eccl. Pol. i. 10.
[65] "La ley civil, al ser un acto de todo el cuerpo político, por lo tanto impera sobre cada uno de los miembros de ese cuerpo." Hooker, ibíd.
[66] "Hay dos bases que sustentan a las suciedades públicas: una es la inclinación natural por la cual todos los hombres desean la vida social y el compañerismo; la otra, un orden expresa o secretamente acordado, que regule la forma de su vida en conjunto. Esta última es lo que llamamos la ley de un estado, el alma misma de un cuerpo político, cuyos miembros están, por la ley, animados, man­tenidos juntos y puestos en funcionamiento en acciones tales como las que requiere el bien común. Las leyes políticas, dirigidas a obtener el orden exter­no y la convivencia entre los hombres, nunca están concebidas como deberí­an, a menos que tengan en cuenta que la voluntad del hombre es internamente obstinada, rebelde y reacia a toda obediencia a las sagradas leyes de su natura­leza; en una palabra, a menos que supongan que el hombre, en lo que con­cierne a su mente depravada, es poco mejor que una bestia salvaje. De acuer­do con esto, sin embargo, las leyes deben enmarcar de tal forma sus acciones exteriores, que no sean un obstáculo para el bien común, en función del cual las sociedades están instituidas. A menos que hagan esto, no son leyes perfec­tas". Hooker, Eccl. Pol. I. 10.